La España de mitad de los años 50, aunque popularmente se han hecho generalizaciones sobre el periodo franquista como un todo, no es ciertamente la misma España de la inmediata postguerra y de todos los años 40. La autarquía de los años del hambre, de las cartillas de racionamiento, de un país subdesarrollado, con perspectivas económicas y sociales desoladoras, tiene sus diferencias con la mitad de los años 50 (Cabedo 158). Aunque España no fuese incluida en el Plan Marshall, por ser España una dictadura fascista; importantísimo para la recuperación económica después de la segunda guerra mundial a nivel europeo, con créditos norteamericanos, potencializados por el desarrollo de la guerra fría, permitió al país a partir de 1953, mejorar los problemas de escasez y llevó a que el gobierno relajara el control sobre la economía. El franquismo, al mismo tiempo, aprovecha abandonar el apoyo de la autocracia y lo busca en los llamados tecnócratas católicos, conectados al Opus Dei, desbloqueadores de la economía, creadores del Plan de Estabilización, y posibilitadores del principio del desarrollo económico de los años 60. En los años 50 también se asistió al declive de la oposición violenta al régimen; oposición ésta que pasa entonces a ser ejercida a nivel universitario y, aunque prohibida, sindical. Finalmente, una apertura mayor se demostraba a nivel de la enseñanza, rompiendo el monopolio franquista sobre la cultura en general. Lejos de ser una cultura sin censura, el panorama cultural permitía entonces una elasticidad mayor de publicación, dependiendo en gran parte de la capacidad del escritor de transmitir su visión de mundo de manera crítica.
Los años 50 fueron también un periodo de transición en la carrera de la escritora Ana María Matute (Barcelona 1925-2014), periodo que se desarrolla entre la censura de su libro Luciérnagas, de 1949[1], y la publicación en 1958 de Los Hijos Muertos,[2] ambos libros centrados en la lectura “Matutiana” del impacto de la guerra civil en la persona y la sociedad. Los casi diez años intersticios demandaron que la escritora experimentase con instrumentos literarios diversos para burlar la censura y alcanzar al público lector. Matute fue una autora reconocida por toda la crítica por su especial tratamiento de los niños, especialmente en lo concerniente a la pérdida de la inocencia, la exposición a la violencia, y la alienación en la obra que aquí analizamos titulada Los niños tontos, de 1956[3]; la cual trata de una serie de 21 cuentos cuyos protagonistas son invariablemente niños. Nos interesa buscar en esta obra, más allá de la mímesis literaria, la actitud metafórica de la autora, para burlar los impedimentos de la censura[4] y, hablando de niños, discurrir sobre la España de su tiempo. Como resalta Petra Báder: “Los niños tontos es como la metáfora de un juego de rompecabezas: hay que dar sentido a los símbolos y reemplazar los elementos elípticos en los que abundan los cuentos; sólo compilando éstos se llega a una interpretación propia que no es nada objetiva.”
En Los niños tontos, claramente heredero del más puro tremendismo[5] de los años 40, la mayoría de las narraciones tienen lugar en un ambiente tenso, desprovisto de alegría o esperanza. En muchos de los textos, los niños mueren o huyen de la realidad física o mental, como manera de alejarse de las personas consideradas normales. Los niños son, en su mayoría, feos, enfermos, sucios, con problemas mentales, sin que ninguna mayor explicación sea ofrecida para paliar las descripciones. En “Polvo de carbón” (Matute 49) a niña de la carbonería tenía siempre la cara sucia por el polvo del carbón, y se obsesionaba lavándose la cara todos los días, como la luna en su tina de agua, hasta caer al fondo y morir ahogada. Su muerte es la salvación de su realidad en una sociedad cruel e injusta en la que le ha tocado vivir. La niña es feliz ahora lejos de esa sociedad; pues para Matute, la muerte es algo bueno, ya que simboliza la libertad de estos niños diferentes o “tontos”. El color negro símbolo negativo, aparece en muchos otros cuentos (Mateu 28). El color negro del carbón, en “Polvo de carbón” ,en la cara de la niña, aquí, como en “La niña fea” (Matute 45), por tener la cara oscura, y en “El negrito de los ojos azules” (Matute 51) por ser el niño negro, es símbolo de rechazo; rechazo hacia una sociedad injusta, totalitaria, desigual y arbitraria como era aquella época de la dictadura de Francisco Franco en España, cuando Matute escribió esta obra; por lo que la muerte de estos niños es una metáfora de su liberación de ese rechazo social.
En general, los cuentos se centran exclusivamente en los niños. Los padres parece que no tienen influencia directa sobre lo que les pasa a los niños. La influencia paterna llega solamente como un resultado de la ausencia de los padres en la vida de los niños o de los traumas provocados por la violencia doméstica e infantil. En algunas de estas historias, desprecian claramente al hijo débil o feo. En otras, están distantes o ni siquiera se mencionan. El padre muy raramente aparece en los cuentos, probablemente como símbolo del rechazo de Matute al paternalismo autoritario y déspota impuesto por el gobierno franquista de la posguerra. Las madres, a su vez, tampoco remiten al estereotipo esperado socialmente de madre abnegada y dedicada únicamente a servir a su esposo e hijos. A pesar de compartir el universo de la casa con los niños, éstas son siempre distantes, cuya presencia solo se instaura cuando es para llamar la atención a las debilidades de los niños o dar consejos, muchas veces dudosos. En el cuento “El niño que se le murió el amigo”, el consejo de la madre para su hijo atormentado por la pérdida es: “El amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar” (Matute 83). La relación esperada y protectora entre la madre y sus hijos no existe en los cuentos de Los niños tontos; cuya razón, a nuestro entender, es el rechazo de Matute a ese estereotipo de mujer franquista, que vio tantas veces en su propia madre, y que no le gustaba. Además, basta notar que los niños en los cuentos ni siquiera son nombrados, lo que añade un algo más a la atmósfera de ausencia de padres y madres.
Pero el simbolismo del padre o de la madre no deja de ser una constante a través de los cuentos. Los padres, aunque ausentes, existen a un nivel psicológico en la vida de sus hijos. Si su inexistencia en los cuentos representa el vacío en la vida de una generación de niños, su simbolismo no deja de ser aquel de poder, control y castración lejana. Relacionada a la postguerra española, es inevitable ver en esta visión del padre la metáfora de la sociedad española como un todo. El franquismo, concentrado en torno de la figura paterna del hombre fuerte y protector, y relegando el papel de la mujer únicamente como a su servidora sumisa, es, para el ciudadano común un factor de inhibición ideológica, más que presencial o real.
Matute, como se menciona en la monografía de G. Cabedo, La madre ausente en la novela femenina de la posguerra española: pérdida y liberación, la mayoría de sus obras
“tienen como protagonistas a niños y adolescentes; sobre todo a niñas y jóvenes mujeres que comparten, entre muchos aspectos comunes, una madre muerta. A esas jóvenes, huérfanas de madre, les falta un modelo a seguir. Las madres muertas son muchas veces sustituidas por otras figuras maternas, símbolos de una sociedad > patriarcal, autoritaria y machista, a las que las protagonistas rechazan abiertamente”
La orfandad materna de los personajes matutianos tiende, así, a ser uno de los temas recurrentes en muchas de las novelas y cuentos de Matute. En Los niños tontos, más que la descripción exacta de la realidad, prevalece el análisis del sentimiento indecible del momento histórico. La visión matutiana de la realidad española, como hemos comentado ya, en esta obra se establece a través de metáforas y símbolos, manteniendo una constante incertidumbre conceptual, cuyo único eje es la infelicidad, la diferencia, la violencia, la ausencia, en suma, el sentimiento negativo que aparece sobre la vida de los ciudadanos. Los niños y las niñas en los cuentos nunca tienen la certitud de lo que les está ocurriendo, viven en una especie de paréntesis de alienación y diferencia.
Los padres de estos niños “tontos” no son capaces de entender esa diferencia que hay entre sus hijos y los demás niños, ni de protegerles ante un mundo cruel en el que viven sus hijos, por lo que se mantienen ausentes o alejados de ellos. Esta actitud ausente de los padres es producto, a nuestro entender, del estereotipo androcéntrico, controlador y totalitario del gobierno franquista, de la postguerra española, donde ni las mujeres ni los niños tenían voz propia. Matute rechazaba ese gobierno dictatorial y paternalista de Franco, mostrando a través de símbolos, como la ausencia parental, y de metáforas político-sociales, como niños diferentes o “tontos”, en sus obras, su desconformidad y malestar.
Los niños “tontos” de estos cuentos, sufren en este mundo porque la gente los ve diferentes y los desprecian. La única manera de que puedan ser felices es muriendo, en la mayoría de los casos. La muerte termina con su sufrimiento y con las injusticias en las que viven. Los padres no quieren protegerles de la sociedad antagónica de la época, y por eso es quizás mejor que los padres no existan, o que simplemente estén ausentes en las vidas de estos niños diferentes.
“El negrito de los ojos azules” no parece tener padres, el cuento simplemente dice que al nacer lo dejaron en un cesto, por ser tonto y estar negro como la noche, y allí creció poco a poco (Matute 51). Los padres están ausentes, no se ocupan de él por ser tonto; es decir, por ser diferente. El gato le arranca sus ojos azules, lo único que parece tener bonito, dentro de su fealdad negruzca. Las gitanas que lo encuentran no se apiadan de él, pero el oso que va con ellas sí, y llora al ver al niño de esa manera. Y el perro también, pero el niño acaba muriendo. Su muerte es lo único que le puede salvar de esa vida cruel y triste que tenía; convirtiéndose, con su cuerpo ya enterrado, en dos flores azules, como eran sus ojos, alcanzando así la eternidad y la felicidad. A nuestro entender, Matute no muestra el color negro de la piel del niño como una fealdad en sí, sino como resultado de la perspectiva racista de la sociedad franquista de la época que rechazaba cualquier tipo de diversidad, fuera racial, religiosa o lingüística.
En “El jorobado” (Matute 85), el padre del niño jorobado trabaja con títeres de guiñol, pero no deja que la gente vea a su hijo por ser diferente, ya que tiene una joroba; y obliga al niño a esconderse dentro de la lona. El padre se avergüenza de su hijo y no lo protege de la crueldad de la gente, manteniéndose “ausente” del bienestar de su hijo. La actitud del padre en este cuento es otro ejemplo de como la sociedad franquista apartaba a la gente “diferente” de la gente “normal”, manteniendo a niños con diferentes discapacidades, apartados de la sociedad en general; dejándolos en sus casas, sin ir al colegio, o “aparcándolos” en instituciones del estado por sus diferentes discapacidades, fueran físicas o mentales.
Los títeres de guiñol es otro de los símbolos que se repiten en las obras matutianas. “El teatro de marionetas aparece como una analogía de la vida humana, interpretada satíricamente como un escenario de farsa, barnizado de un tinte fatalista” (Rivas-Hernández 167). Y en el cuento, la vida del niño jorobado no es más que una farsa también; pues el padre, para acallar su mala conciencia, le traía juguetes y comida cara. Esto es también, a nuestro entender, otra analogía de como el gobierno franquista escondía a los niños diferentes en instituciones, aparentando cuidarlos y protegerlos, cuando en realidad estaban allí aparcados lejos de la sociedad de los “normales”, y de sus propios familiares, que aceptaban estas instituciones para sus hijos conformes y contentos con la ayuda o “regalos” que el gobierno les proporcionaba.
Esta poca presencia de los padres, en estos cuentos, consideramos que es otra metáfora político-social, de Matute, como rechazo al poder y control que tenía el gobierno franquista de la época sobre la población española; donde, para Matute, era mejor que ese tipo de padres conformistas no existieran o tuvieran poca o ninguna influencia en sus hijos.
En “el niño de los hornos”, el padre se ausenta y se aparta de la vida de este hijo al tener un nuevo hijo. El padre lo ignora, le da la espalda, al igual que otros miembros de su familia “el niño que hacía hornos vio las espaldas de todos. La espalda del padre. El padre se inclinaba sobre el nuevo y le decía ternezas.” (Matute 87); por lo que el niño, lleno de celos, acaba matando a su propio hermanito, quemándolo en el horno. En este final tremendista, el niño se ha vuelto cruel por la falta de comprensión y cariño del padre. La metáfora político-social en este cuento es precisamente esa falta de compresión y abandono paterno. La sociedad española se sentía, en su mayoría, abandonada por el gobierno patriarcal y totalitario de la época que diferenciaba claramente a sus “hijos”, los ciudadanos y ciudadanas españoles por motivos de género, status social, u opinión política, con injustas preferencias y rechazos.
El fuego del horno, por otro lado, es otro de los temas recurrentes en las obras de Matute, como nos dice Ascensión Rivas-Hernández, el fuego
“se puede entender como un símbolo siempre asociado con el mal, ya que por medio de la referencia al fuego se realiza la descripción vivida de las emociones humanas más negativas […], también se relaciona con episodios destructivos como el incendio y la muerte. Las alusiones al fuego en la obra matutiana suelen asociarse con un tinte tremendista y expresionista”. (Rivas-Hernández 164)
Tanto en el cuento arriba mencionado, “El niño de los hornos”, como en el del “Incendio” (Matute 57), o en el de “El corderito pascual”(Matute 77), donde un padre le regala un corderito a su hijo como mascota, y aun siendo el cordero el mejor amigo del niño el padre acaba cocinándolo y lo sirve en la comida de Pascua; el fuego es un símbolo de fuerza negativa y destructiva. El fuego y los incendios son, para Matute, metáforas político-sociales de las absurdas e injustas destrucciones y muertes que ocurrieron durante la guerra civil española. “la focalización en la situación caótica del incendio supone una revelación analógica del sufrimiento colectivo, al tiempo que una protesta antibélica se deja percibir de forma no obvia” (Rivas-Hernández 165). El fuego destructor, aparece como solución rápida ante situaciones injustas que sufren estos niños tontos con sus familias, como han sido las soluciones bélicas entre países o la propia guerra civil española entre “familias” de diferentes ideas u opiniones políticas. Matute vivió esa guerra civil absurda de injustas destrucciones y muertes cuando era todavía una niña; hecho que la marcó profundamente en su vida personal y en su profesión como escritora.
La vida infantil de Ana María Matute casi seguramente no corresponde a ninguno de los relatos en Los niños tontos, como podríamos pensar. Hija de familia burguesa y abastecida, la autora sufrió menos directamente los efectos de la guerra civil en comparación con la vasta mayoría de las familias españolas. Su relación directa con los niños de la obra viene del oscurecimiento del país provocado por la guerra civil y de sus recuerdos, siendo todavía muy niña, viendo el sufrimiento y muerte de niños a su alrededor durante esa guerra.
La autora huye de la narración melodramática en sus cuentos. A pesar de que los niños traigan en ellos una inocencia inherente, todos pasan, en diferentes niveles de dolor, lo que, sin ninguna duda, puede ser visto como el nudo de conexión entre los personajes y la autora. Para los niños, problemas de diferentes envergaduras representan un dolor que no debería existir, en un mundo normalizado, en la vida de los niños. Todos se encuentran en un mundo sin protección, donde nada que venga del otro será capaz de ayudarlos personalmente de la vida y del entorno. Así, a pesar de la vida abastecida, la propia autora, en la composición de los cuentos, se remite, seguramente, a su infancia perturbada a los 11 años por la guerra civil y su desarrollo. Las nociones de ausencia de normalidad y de carencia son el punto de unión entre autora, narradora y personajes. “En medio de estos pequeños desastres de mi vida, que a lo largo de los años pienso que no lo fueron tanto, estalló la Guerra Civil,” comenta la autora (Matute 2000, 106).
A partir de narrativas que se revelan como tentativa de burlar la falta de libertad y de confianza para hablar, el narrador de Los niños tontos encarna la realidad de los personajes, yendo más allá de la evidente alienación de estos, para descubrir en sus desolaciones la realidad social de un país subyugado. En “El escaparate de la pastelería” (Matute 67), por ejemplo, un niño se obsesiona viendo los dulces que no podrá degustar. Más que la imposibilidad experimentada por el personaje de probar los dulces que desea, la situación remite a la idea de que ahora, en la posguerra, el personaje no puede tener lo que antes tenía. El deseo es provocado por la certeza de que se debería poder tener acceso a aquellos dulces. Más que esto, el hecho de que el escaparate exista, también que, en algún otro lugar, hay una normalidad de la vida social, en que hay lugar la consumición de dulces de pastelería. Es necesario recordar que uno de los esfuerzos del gobierno franquista en sus primeros años era evitar cualquier influencia que viniera del exterior y que pudiera dar a la población la impresión de que lo que tenían en su país no era correcto. Los dulces de Matute se parecen bastante a esas ideas. El pasaje de la vida política y económica del país al caos de la posguerra y años 40, simbolizado en este cuento, remite no solamente a la posible experiencia personal de la autora, sino que también a la realidad compartida de toda una nación. Como explican Caistor y Gerardi: “las fantasías de la infancia se funden con los sueños inútiles y el posterior recuerdo de lo que no pudo ser.” (45)
Esta noción de diferencia con los demás, a nivel personal y que simboliza el nivel nacional, también se encuentra en “El negrito de los ojos azules” (51). Este cuento intenta presentar simplemente un personaje extraño a su medio. Por su diferencia corporal y psíquica, ya que también no se comunica adecuadamente con su entorno, el niño de este cuento es relegado a un rincón de la casa, donde se queda olvidado, por inservible e inapropiado. Mas allá de la experiencia personal, este cuento llevado al nivel nacional representa bien una España olvidada del mundo por su diferencia negativa en el conjunto de las naciones europeas. Despreciada por las ayudas internacionales, España es abandonada en una esquina del continente, como el niño alienado que no se ajusta a las necesidades comunicativas y presenciales del mundo de los adultos.
En el cuento de “El niño que encontró un violín en el granero” (Matute 63), el niño Zum-Zum no tiene voz, como el violín que no tiene cuerdas, y ya no suena. Zum-Zum quiere arreglarlo para que vuelva a sonar, y acaba muriendo al pasarle su propia voz al violín. Zum-Zum es ignorado y abandonado, en su propia casa, por su madre, que está siempre atareada y se despreocupa de él. España es abandonada a su suerte, en un régimen político-social que no le permite tener voz. Y para darle voz, mucha gente tiene que morir, como Zum-Zum en este cuento, que muere convirtiéndose en un muñeco. Matute alude al muñeco “como una metáfora de la impotencia del hombre ante el destino incontrolado de la vida” (Rivas-Hernández 162). Los españoles de la postguerra no pueden controlar sus destinos libremente, y acaban siendo “muñecos” controlados y manipulados por el régimen franquista.
La violencia de la desintegración social, a nivel personal, y del abandono a la miseria, al nivel de país, se mezclan en estos cuentos de manera sutil.
Es recurrente la cuestión de la diferencia en Los niños tontos. “El Jorobado”, “La niña fea”, “El hijo de la lavandera” (Matute 85, 45, 59), entre otros cuentos, son ejemplos de la persona que es diferente en el contexto social, y simbolismo de un país abandonado a su suerte, una vez que el franquismo definitivamente instaurado ya no encuentra oposición en España, en los años 50; aunque la oposición continuara desde el exilio. Es en “El niño que no sabía jugar” (Matute 75) que la diferencia personal, metáfora del todo español, se revela con más intensidad, ganando claramente los tonos tremendistas tan esperados de la literatura de la época. No se trata aquí de un niño con deformidades o diferencias físicas, pero de un niño angustiado, y cuya angustia se revierte en violencia sin causa. En el cuento, un niño da poca importancia a los juguetes que tiene, y todo a lo que se dedica es a juntar pequeños gusanos e insectos de jardín en una caja, para, después, arrancarles la cabeza. La madre lo sigue y, dándose cuenta de que no le gusta jugar, comenta el frío que pasará su hijo al no moverse jugando; sin embargo, el padre llega a una conclusión bastante inesperada y relevante en el conjunto de los cuentos de Los niños tontos: “No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que piensa” (Matute 75). La reacción del niño a la frustración de vivir en su entorno es transformar frustración en violencia. Su anormalidad adviene de su capacidad de pensar, y, consciente de su realidad, se dedica a la crueldad contra los indefensos. Pensar, por lo tanto, en la sociedad franquista no es una ventaja, sino una desventaja a nivel personal, causante de frustración y diferencia. La ignorancia de la realidad, la alienación, normaliza el individuo, mientras que pensar lo transforma y lo desgracia.
Petra Báder, en su artículo Ritos de paso, Ritos de iniciación: Los niños tontos de A.M. Matute, nos dice que estos cuentos “nos descubren las vidas de unos niños que aparecen marginados de la sociedad”, por diferentes motivos como por sus defectos físicos o su nivel de baja clase social, y Báder nos remarca los ritos de iniciación de estos niños a la vida adulta, después de los ritos de separación de los niños de sus padres:
"En los niños tontos la iniciación significará el paso de la infancia a la adultez: durante ésta la simbología de la vida y de la muerte se cambian constantemente: la muerte ritual es seguida por “el renacimiento, simbolizando el final del mundo infantil y de la ignorancia, mientras la resurrección significaría el paso a un nivel más alto de la vida; para ello es indispensable experimentar como es la muerte.” (Báder 2)
La muerte de los niños en estos cuentos muchas veces trágica y cruel es, en cierto modo, su única salvación para no entrar en ese mundo de los adultos mucho más cruel e injusto que el mundo infantil en el que viven ahora. La ternura y pureza del mundo infantil se destaca enormemente por su diferencia del poder y a veces crueldad de los adultos; por lo que esa pureza infantil se ve como una debilidad, ante el orden político-social del franquismo, que debe desaparecer cuando el niño es un adulto.
La mirada ‘extrañada’ de los niños protagonistas de la obra -que como todo niño “matuteano” vivirá en un mundo de fantasía efímero antes de ingresar ya “derrotado” al mundo adulto – que presenta una visión “traslúcida” de la guerra civil. (Bórquez 159)
De este modo, para Matute, es mucho mejor que los niños de sus cuentos mueran siendo todavía niños inocentes, ingenuos o como ella los llama aquí “tontos”, antes de que “crezcan” y entren en ese mundo cruel de los adultos. Y de esta manera “resucitarlos” en otro mundo más feliz y justo. Ejemplo de este mundo feliz después de la muerte lo podemos ver en el cuento “El año que no llegó” (Matute 55), donde un niño se acerca a su primer cumpleaños, pero muere antes de cumplirlo. El niño maravillado ante una luz ‘de color distinto a todo’ extiende sus brazos para recibir a la muerte, que considera una muerte feliz, para así vivir en la eternidad. Lo mismo ocurre con el niño protagonista del cuento “El incendio”, pues morirá abrasado, pero feliz de dejar la vida terrenal para marchar hacia la eternidad, “El niño prendió fuego a la esquina de sus colores (…). Se desmigó sobre su cabeza, en una hermosa lluvia de ceniza, que le abrasó” (Matute 57). Y si estos niños no mueren antes de la edad adulta, Matute los convierte en “malos” y “crueles”, pero con esperanza de que todavía puedan ir al cielo o ser felices después de su muerte; como en el cuento “El niño que era amigo del demonio”, donde un niño se hace amigo del demonio llamándole “guapo, hermoso, amigo mío”, a pesar de que su madre le dice que el demonio es malo y cruel; pues el niño cree que siendo amigo del demonio, éste le dejará ir tranquilo al cielo (Matute 47). Para Matute, como hemos mencionado anteriormente, es mejor que sus personajes mueran jóvenes, antes de ser adultos en ese mundo tan injusto y patriarcal de la posguerra española, en el que solamente les espera más sufrimiento.
A lo largo de su trayectoria literaria, Ana María Matute ha logrado conformar un hermético mundo narrativo donde convive simultáneamente el inmaculado paraíso infantil con el despiadado punto de vista de los adultos […] en algunos de sus cuentos, la autora apela a un desdoblamiento del narrador, adulto y ‘derrotado’, que rememora en primera persona, los inocentes y fantasiosos recuerdos de su infancia para marcar finalmente, el ‘pasaje’ traumático y doloroso a la vida adulta. (Bórquez 160–161)
Matute, como ya hemos dicho anteriormente, vivió los años de la guerra civil española, 1936-1939, cuando era una niña y esa experiencia tan cercana con la muerte a su alrededor, y la crueldad de la gente, en ambos bandos, matándose hermanos contra hermanos, marcó de lleno su vida personal y sus obras literarias, como podemos ver en los cuentos estudiados aquí.
Sin embargo, y a nuestro entender, la postguerra la marcó en muchos más aspectos que en el de su visión de la muerte. El contexto histórico, social y cultural de la postguerra española, bajo un gobierno autoritario, dictatorial y déspota, como era el gobierno de Francisco Franco, no solo era rígido e injusto con la población en general y con los niños en particular; sino que lo era mucho más con las mujeres, a las que consideraba ciudadanas de segunda clase. Esta percepción tan negativa de la vida de las mujeres influyó enormemente en las obras de Matute. Ana María Matute estaba en contra de ese régimen franquista autoritario-patriarcal y, como no podía expresar su opinión directamente, por miedo a la censura de la época, lo mostraba sutilmente en sus obras, sobre todo de los años 50 y 60, como aquí en Los niños tontos (1956), con muchas metáforas y simbolismos político-sociales, debido a la censura imperante de esa época.
La crítica literaria inglesa, Catherine Davies en su obra Women Writers in Twentieth-century Spain and Spanish America, subraya la razón por la que muchas mujeres escritoras españolas, como Matute, rechazan el modelo de mujer adulta, que quería el franquismo: “Estas autoras y su literatura están engendradas en sociedades refrenadas desde […] represivos regímenes militares, fuerte solidaridad de clase…” (Davies 6–7). Y por esa razón, las protagonistas de sus obras, en general, rechazan el mundo de los adultos y especialmente el modelo de mujer adulta, tradicional y sumisa; no deseando crecer para no transformarse en una de esas mujeres que les tocaría ser.
En muchas de las obras literarias de Ana María Matute, aparte de los cuentos estudiados aquí, los niños protagonistas tienen una vida muy solitaria, sintiéndose ajenos a la vida de los adultos e incluso a la de otros niños que ya en su transición a la adultez, ahora ya piensan y actúan como los adultos que les rodean; y como nos indica Bárbara Mujica, en Ana María Matute: Soledad y enajenación. Texto y vida: Introducción a la literatura española: “Bien pronto los niños que pueblan los cuentos y novelas de Matute pierden su inocencia. Siendo niños, son incapaces de cambiar la injusticia, pero la observan y la viven en carne propia – y sufren” (Mujica 571). Por lo que muchos de estos niños no desean crecer, como no quería hacerlo el famoso personaje de Peter Pan en la obra de James Matthew Barrie, “Peter Pan: The Boy Who Wouldn’t Grow Up” (1904). El síndrome de Peter Pan, o el rechazo a convertirse en un adulto es un fenómeno que comparten muchos de los protagonistas de varias obras de Matute, como personajes que tratan de evitar las actitudes típicas de la madurez. En Los niños tontos, Matute muestra muchos ‘Peter Panes’, que ante la decisión de transformarse en adulto en un mundo que desprecia, el niño prefiere morir, para quedarse en su tierna y pura infancia.
En suma, estos cuentos de Matute, son una continua metáfora político-social como rechazo al poder y control que tenía el gobierno franquista de la postguerra sobre la población española. Matute critica muy sutilmente al gobierno de la postguerra, sin dejar que la censura le impidiese publicarlos finalmente.
L.G. comenta en su revisión de la obra: “Un libro es este para leerlo y cerrarlo, al terminar, y quedarse quieto pensando.” El conjunto de Los niños tontos de Ana María Matute nunca fue pensado como un libro para niños, pero como un instrumento para burlar la censura de la época. La crudeza de la vida, compuesta en imágenes fuertes y simbólicas, lleva la narrativa a un espacio donde la acción tiene menos importancia que la imagen que se crea. Uno de los privilegios de la literatura es la de ser inherentemente mimética y, dependiendo de la calidad de cada autor, llevar la mímesis al nivel de la metáfora, a veces duplicada, como se ve en los cuentos de Los niños tontos. Todo lo que demanda la escritura reflexiva de Ana María Matute es un lector abierto y atento a las posibilidades de lo simbólico. Y de esta manera ver que lo que se esconde detrás de ese tremendismo aparente, con las muertes crueles de unos niños, nada más que una burla sutil a la censura literaria de la postguerra, para denunciar las injusticias sociales.
Aileen Dever opina que “the publication of Los niños tontos marked a unique literary achievement and remains one of Matute’s most important critical successes.” (137) Obra prolífica en posibilidades de abordaje, Los niños tontos podría ser considerado uno de los mejores trabajos para interaccionar analíticamente y descifrar una realidad más allá de la imitación de la realidad expuesta. Entre la mímesis y la metáfora, nada en esta obra se presenta como obvio, todo se abre al examen y la inmersión en el contexto personal y social de los niños y de la nación española de la mitad de los años 50.
“Ana María Matute ha creado un cerrado mundo narrativo que mezcla ficción y realidad con un estilo particular, pleno de poesía pero cargado de crueldad. Parte de este mundo se forja por la convivencia de la mirada inocente de los niños con la desencantada de los adultos” (Bórquez 159).
A los lectores, nos puede sorprender e incluso asustar como terminan muchos de estos cuentos, en su mayoría de manera cruel y tremendista; pero acabamos, entendiendo el por qué Matute prefiere que sus personajes mueran siendo todavía niños, ingenuos, antes de crecer y convertirse en adultos conformistas del régimen político-social de la postguerra; y compartimos, al menos nosotros aquí, ese rechazo a una sociedad injusta, en general, y con los débiles, inocentes “tontos” en particular.
Publicado eventualmente en 1955.
Obra de temática sumamente realista y que abrirá espacio a su trilogía de la guerra civil, Los Mercaderes: Primera Memoria (1960), Los soldados lloran de noche (1964) y La trampa (1969).
El franquismo, a partir de la censura de Luciérnagas, puso dificultades a las publicaciones de Ana María Matute, y la publicación ya anunciada en 1952 de "Los niños tontos en el semanario Destino, solo vio la luz cuatro años más tarde.
Aunque, como recuerda Gonzalo Baptista: “La criba censora llegó a rechazar la salida de “Los niños tontos” a pocos días de su publicación.” (3)
Lo clasificamos como heredero del tremendismo ya que la propia autora era reticente a clasificar a sus obras como tal: “yo creo que siempre hay que huir de los ismos y de las modas” (Sigüenza 2004).