“… porque siempre has creído que la novela,
lejos de ser un vaticinio, es un exorcismo.
Por eso escribes.”
–El metal y la escoria, Gonzalo Celorio
Introducción
Desde sus primeras novelas y relatos como Amor propio (1992), El viaje sedentario (1994), Y retiemble en sus centros la tierra (1999), la narrativa del escritor mexicano Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948) tiende a bifurcarse entre la biografía y la autobiografía, la crónica y la historia, la reflexión literaria y la crítica política, así como por el testimonio y la denuncia. Con la publicación de Tres lindas cubanas (2006), El metal y la escoria (2015) y Los apóstatas (2020), esta tendencia se acentúa aún más en su obra. El interés de Celorio por recuperar las memorias familiares en su trilogía, no obstante, surge no tanto de la necesidad de reconstruir su propia genealogía como de comprenderla para luego deshacerse de ella. En lo que sigue propongo abordar los pasajes que considero más representativos de la trilogía narrativa de Celorio arriba mencionada a partir de los apartados teóricos enunciados por Pedro Ángel Palou en los aforismos de la segunda sección de El arte de perder (2020) titulada “La novela que sí puede escribirse”, en la cual sugiere que todo texto novelesco es producto de experiencias traumáticas que desarticulan tanto la identidad del lector como la del propio autor (83-84). El recorrido que Celorio propone a sus lectores a través de los laberintos intrincados de la memoria es una apuesta arriesgada por reconstruir las afrentas del trauma por medio de la escritura en clave novelada, la cual demanda, condenatoriamente, de un lector comprometido con el testimonio del texto que acompañe al narrador en su propia catástrofe.
Las afinidades literarias de Gonzalo Celorio
Como lector ávido de la generación del boom, autores fundacionales como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, están presentes en la novelística de Gonzalo Celorio, pero ya no desde el paradigma totalizante del realismo mágico, sino desde la óptica fragmentaria que elementos discursivos como el cine y la música popular, por ejemplo, contradicen la uniformidad del supuesto exotismo literario con el que el mercado editorial y las academias alrededor del mundo entendían a la literatura escrita por autores latinoamericanos. Asimismo, Celorio se alimenta de escritores mexicanos afiliados al posboom de las siguientes décadas como José Emilio Pacheco, Ángeles Mastretta, Carmen Boullosa, Laura Esquivel y Sara Sefchovich, quienes desarrollan una narrativa intimista y menos hermética que la de sus antecesores.[1]
A pesar de que Celorio es, en cierta medida contemporáneo de los autores arriba mencionados, no publicó su primera novela sino hasta 1992, lo que lo convierte en un escritor tardío para su generación. No obstante, esta dilación en su escritura creativa lo inserta en la antesala de la Generación del Crack (1996) y del auge del neoliberalismo que consolidó a la literatura que se escribía en español en esa década como un bien transnacional y cosmopolita patrocinado por el flamante capital económico y cultural del corporativismo de las casas editoriales españolas.[2] De hecho, la obra de Celorio se inserta en esta tendencia editorial multinacional, puesto que todas sus novelas están publicadas bajo el sello de Tusquets, que en el 2012 se asociaría al Grupo Planeta. Sin embargo, las novelas de Celorio también se escapan de la marca “narrativa hispanoamericana” de la que el Manifiesto del Crack y la antología de McOndo se distanciarían en respuesta a los paradigmas hegemónicos del boom con los que la manipulación académica y comercial solían clasificar a nuestras propuestas literarias dentro un contexto de producción y consumo global.[3] De acuerdo con Pablo Brescia y Oswaldo Estrada,
no cabe duda [de] que estos dos “grupos” literarios dejaron una huella significativa en la producción literaria latinoamericana de fines del siglo XX y contribuyeron decisivamente a alineamientos estéticos y editoriales en el campo cultural mediante el rechazo de ciertas variantes del realismo mágico, por largo tiempo una especie de sello de literatura latinoamericana for export. (12, énfasis en el original)
La obra de Celorio también posee reminiscencias de la llamada “narrativa de los medios” o la “novela-bolero”, asociada a la “nueva novela histórica” de la década de los ochenta del siglo pasado, cuya conceptualización, siguiendo a Seymour Menton, ha sido bastante dispersa y problemática. No obstante, el crítico estadounidense subscribe la definición que Anderson Imbert propone en 1951: “Llamamos novelas históricas a las que cuentan una acción ocurrida en una época anterior a la del novelista” (citado en Menton 33). Para Pedro Ángel Palou, sin embargo, no existe la “novela histórica”, puesto que toda novela siempre vive en el presente, incluso si se intenta crear un pasado ilusorio (81).
Lo cierto es que estas tendencias literarias han abierto la historiografía hacia los espacios de la cultura de masas que antes no se consideraban canónicos como las tradiciones orales, la fotografía, los recortes de periódicos, las biografías no literarias o la canción popular, lo que explica la elevada demanda de la ficción histórica en México en la era neoliberal.[4] Estas propuestas narrativas, en el caso de México, son una forma de apropiación retórica de las derrotas y los fracasos en diferentes momentos históricos que los novelistas implementan para reconstruir los eventos nacionales más emblemáticos en respuesta a las crisis del presente.[5]
Además de sus interacciones literarias con autores del boom y posboom, la narrativa de Celorio también podría hallar sus raíces en el “espíritu de irreverencia y las transgresiones lingüísticas y contraculturales de la Onda mexicana [cuyos autores veían] en las obras de Manuel Puig, Cabrera Infante, Severo Sarduy o Luis Rafael Sánchez algunos de sus hitos fundacionales” (Marco González 199).[6]
Trauma y literatura
Estamos condenados a narrar. Narramos el mundo que nos rodea a través de los vasos comunicantes de la memoria, la cual solo se arraiga en sociedades vivas y en constante movimiento, en sociedades que recuerdan y olvidan según lo demande su presente.[7] El acto de narrar edifica y legitima identidades a partir de las historias que recordamos.[8] Los poetas épicos mantenían vivo el pasado por medio de recitales sobre las gestas de sus héroes, garantizando así la continuidad de los valores culturales para las siguientes generaciones.
Narrar, pues, constituye un elemento central en las interacciones sociales más prominentes de nuestra cotidianidad. Actividades que van desde la lectura de un cuento infantil, la propaganda política, las notas periodísticas, los sermones religiosos, y hasta el último chisme del colegio o la oficina, se sustentan en la narración.[9] De acuerdo con Nigel C. Hunt,
Narrative is an essential function. We use and manipulate our memories, consciously and unconsciously, in order to present ourselves to the world in a particular way. Our life stories are constantly changing according to our circumstances. We do not have any choice in the matter. We are compelled to narrate. (3)[10]
La narración no solo ordena y da sentido al mundo que nos rodea privilegiando lo que recordamos y lo que olvidamos, sino que también es un mecanismo fundamental de bienestar emocional, porque es a través del proceso narrativo como seleccionamos y organizamos las memorias personales que sostienen tanto nuestras identidades personales como culturales (Vickroy 5). De ahí que narrar un trauma devenga en un relato que revela una verdad que de otra manera sería inaccesible.[11] De manera que las historias que narramos cumplen una función terapéutica esencial para la recuperación de la psique humana (Pederson 97).
Rosanne Kennedy apunta que las teorías del trauma desde su origen en el siglo XIX con los desórdenes nerviosos del “railway spine”,[12] pasando por las hipótesis del inconsciente y la represión de Freud, los trastornos de las dos Guerras mundiales, hasta la Guerra de Vietnam y el reconocimiento del Post-traumatic Stress Disorder (PTSD) en los años noventa del siglo pasado por la American Psychiatric Association, poseen una profunda conexión con la literatura y teoría literaria (psicoanálisis, posestructuralismo, poscolonialismo, estudios culturales, etc.).[13]
La llamada “Yale School of deconstruction”, auspiciada por la Universidad de Yale, agrupó a las figuras más representativas de la teoría del trauma, para quienes, de acuerdo con Tom Toremans, la obra de Paul de Man tuvo una importancia clave en la articulación de los influyentes trabajos teóricos de Cathy Caruth:
The reference to Paul de Man in Caruth’s early work is not insignificant: both de Man’s work on (post-) Romantic aesthetic ideology and his incisive critique of traditional literary theory profoundly influenced the early articulation of trauma theory. To an important degree, trauma theory can be considered a response to the challenge of reading “after” de Man – both chronologically and following his example. This challenge was formulated by de Man himself at the moment when his critique of linguistic referentiality had reached a point that appeared to signal the end of literary theory […]. In the deconstructionist strand of trauma theory, it is thus de Man, rather than Derrida, who takes center stage. (52)[14]
A partir de los estudios pioneros como los de Caruth, los expertos de la salud mental coinciden que no es suficiente la interacción interdisciplinaria de textos de leyes, ética, medicina o psicología para una comprensión integral de los trastornos que afectan el comportamiento humano, sino que también resulta imprescindible abordar textos literarios como novelas, obras de teatro o poemas.[15] De acuerdo con J. Roger Kurtz, “[o]ne of the fundamental claims of trauma theory is that literary language, in its very nature, offers a unique effective vehicle for representing the experience of trauma in ways that ordinary language cannot” (8).[16] La literatura cumple así la función de puente, un lugar de encuentro que reconcilia las palabras, el lenguaje figurativo con las heridas, favoreciendo un mayor conocimiento de la relación existente entre los agravios de la psique y la significación (Hartman 257).
La narrativa de Celorio constata que los trastornos mentales encuentran tierra fértil en la creación literaria, puesto que es ahí, en el proceso de escritura, donde la víctima puede recrear su conflicto y dar coherencia a su tragedia. El trauma agraviante, señala Caruth, no solo consiste en la realidad del evento mismo, sino en cómo el acontecimiento trágico no ha sido del todo comprendido por el agraviado (6). Los narradores de Celorio, sin embargo, se esfuerzan por comprender los traumas que sustentan el discurso narrativo y establecen una verdad empírica que valida la historia narrada, creando una relación de confianza entre el testimonio del narrador y el lector.[17] Los textos literarios constituyen, por tanto, un vehículo efectivo para alcanzar la empatía de aquellos que se sumerjan en la lectura de un trauma contenido en una narración (Vickroy 21).
En el caso de la poética de la novela que Pedro Ángel Palou articula en El arte de perder, en cuyo primer apartado se abordan los diarios de autores como André Guide y John Steinbeck, se sugiere la imposibilidad de escribir una novela sobre el olvido y la demencia. No obstante, el segundo apartado, “La novela que sí puede escribirse”, compuesto de aforismos, resulta una valiosa herramienta metodológica en la novelística hispana para mediar entre el discurso narrativo y los trastornos mentales a través de la (re)creación de un pasado violento que perdura en el presente. Palou entiende que toda novela “es la narración de un evento por un sobreviviente, su testigo” (81). Y para que un evento acontezca, explica Palou, “debe provenir del trauma” (81). Marinella Rodi-Risberg examina, por otra parte, cómo uno de los problemas prominentes en los que varios expertos en la materia se centran es, precisamente, en la representación del trauma y la importancia de mantener un distanciamiento del testimonio para evitar una sobreidentificación.[18]
La propuesta de Palou, empero, busca lo contrario. Apela a un acercamiento al evento traumático y, por lo tanto, a una sobreidentificación. La hermenéutica que Palou propone en su tratado para la interpretación de textos novelísticos está sustentada en aforismos: “El testigo narra, el textigo lee. El narrador, entonces, testifica. El lector textifica. Ambos, sin embargo, participan en el juicio, están sentados en el banquillo de un juez invisible” (81). La sentencia de Palou se sustenta en una primicia: toda novela es la narración de un desastre, cuyos fragmentos del naufragio deben ser recogidos por el lector-textigo que lee y que contempla con angustia la caída del narrador-testigo que da testimonio del escándalo de un trauma a partir de una narrativa fragmentada del yo. “Después de Joyce, o de Beckett o del mismo Faulkner –apunta Palou– no puedes ver al otro pretendiendo encontrarte con un yo. En los ojos del otro hay un abismo, un vacío. Un sobreviviente que no comprende” (101).
Todo lector-textigo debe, pues, perder su inocencia frente al escándalo del texto que tiene ante sus ojos y (re)vivir la experiencia trágica que el narrador-testigo expone en su testimonio. “El escándalo, advierte Palou, no está simplemente en el texto, reside en nuestra relación con el texto, en el efecto del texto en nosotros, sus textigos traumatizados por el evento de su lectura” (103, cursivas en el original). El lector-textigo, en suma, también deviene sobreviviente; es un “náufrago de la catástrofe” (106).
La narrativa que Celorio articula en Tres lindas cubanas, El metal y la escoria y Los apóstatas demanda, siguiendo la poética de Palou, un requisito innegociable: un lector dispuesto a participar en la caída del narrador, porque solo un lector que acepte ser traumatizado, que reconozca su incapacidad para entenderlo todo, podrá devenir en un lector auténtico, un textigo (82), superando así la autoridad del narrador-tirano, la cual siempre cede “al poder del lector” (97).
El testimonio narrativo de Celorio posiciona a sus textigos como participantes activos de las catástrofes de eventos tanto individuales como culturales que han traumatizado al escritor y su narrador a través de su (re)creación y (re)escritura.[19] De manera que la individualidad del yo, según lo explica Lacan, no es otra cosa que una ilusión que se recrea en un presente en constante evolución por medio del discurso narrativo.[20] Este poder de seducción de la literatura, de acuerdo con Shoshana Felman, incita al lector a depositar su confianza en el narrador y en la veracidad “ilusoria” de su relato (323). La novela se vuelve una convicción para el narrador, un acto de fe que le exige perder su inocencia, poner en entredicho su propio yo a través de un pacto con el texto literario que justifique los eventos que el narrador profesa en su narración (Lejeune 41).
Celorio justifica el registro novelístico en sus sagas familiares a partir de la arbitraria división de los géneros literarios que desde los griegos se han esbozado, los cuales, apunta Celorio, solo sirven en la actualidad para que los profesores de literatura cobren sus salarios:
La novela es el más dúctil de los géneros literarios. Un género sucio, decía Carlos Fuentes, que cuando los preceptistas han tratado de sujetar a normas predeterminadas, lo han vuelto un género anoréxico. La novela se nutre de la vida, de sus pasiones, sus horrores, sus glorias, sus perturbaciones, sus incertidumbres, y lo mismo puede echar mano de la historia que de la ficción, de la realidad que de la fantasía, de la verdad que de su negación. Es un género que soporta todas las promiscuidades.[21] (Los apóstatas 35)
La propuesta narrativa de Celorio articula tropos como la ausencia, el silencio y la repetición de experiencias dolorosas a través de la narración indirecta. Estas figuras, de acuerdo con Joshua Pederson, han interesado a los teóricos del trauma más prominentes como Hartman, Felman, Caruth y LaCapra (102), puesto que funcionan como catalizadores de eventos traumáticos que se manifiestan de forma cíclica y fragmentada en el aquí y en el ahora, en el acto mismo de la lectura.[22] Sin embargo, una vez que el autor pone punto final a su manuscrito, el conflicto irresuelto deja de pertenecerle y se lo transfiere a sus lectores quienes devienen depositarios masoquistas del acontecimiento traumático.[23]
Po otro lado, las tres novelas de Celorio están sustentadas por un sólido marco sociohistórico, el cual resulta esencial para la comprensión de lo que Greg Forter entiende como structural o insidious trauma.[24] De acuerdo con Pederson, “Forter argues that if an author is to engage structural trauma in text, he or she must provide deeper, more complex back stories for his characters that give insight into the ways those individuals are imbricated in a social network colored by insidious trauma” (108).[25] Entonces, para comprender la base de la estructura en la que se experimenta el evento traumático es imperativo llevar a cabo una indagación minuciosa de la historia social en la que se desenvuelven los personajes. En la narrativa de Celorio la historia cultural hispanoamericana juega un papel determinante en la reconstrucción del trauma que padecen sus narradores-testigos.
En Tres lindas cubanas, título que proviene del danzón compuesto por Antonio María Romeu a partir de un verso de Guillermo Castillo, Celorio testifica la saga familiar de su madre y sus dos tías cubanas: las hermanas Blasco Milián. La narración revela episodios de sus ancestros maternos que no se limitan a sus pasiones amorosas y desdichas, sino también a sus desencuentros ideológicos con la Revolución cubana y el exilio. La novela recrea los innumerables viajes del narrador-testigo, el “autor implícito”, siguiendo a Wayne Booth, a Cuba a lo largo de treinta años que dan cuenta de su relación inestable y conflictiva con la isla.[26] Por otro lado, en El metal y la escoria, título que proviene de los versos del soneto “Everness” de Jorge Luis Borges, la narración emprende un obsesivo rescate de la genealogía paterna del narrador-testigo, la cual, a diferencia de la materna, le es incierta. El testimonio de la narración se centra en los conflictos que dos generaciones distintas de inmigrantes españoles experimentaron en tierras mexicanas: la primera en la segunda mitad del siglo XIX durante el Porfiriato (1876-1911) a la que perteneció Emeterio Celorio, abuelo paterno del narrador-testigo, y la segunda después de la Guerra Civil a partir de 1939, a la que perteneció Francisco Barnés González, tío político del mismo. En Los apóstatas, por su parte, la narración ahonda en la vida de dos de los hermanos del narrador-testigo: Eduardo y Miguel, quienes, por razones y veredas distintas, fracasan en su vocación religiosa. La apostasía de los hermanos Celorio Blasco, no obstante, se bifurca en dos caminos contrapuestos: la teología de la liberación y la Revolución Sandinista en Nicaragua, por un lado, así como la docencia y la arquitectura barroca mexicana, por el otro.
Tres lindas cubanas
El primero de los eventos traumáticos que el testigo narra en Tres lindas cubanas es de índole familiar. Tere y Juanito, hermana y primo del testigo, a quienes la compatibilidad sanguínea no logró impedir la gestación de un amor que culminaría en nupcias y en la procreación de una vida que quedaría inconclusa, murieron en un accidente vial en una carretera. Rosa, otras de las hermanas del testigo que acompañaba al matrimonio, sobrevivió al percance. La tragedia se volvió un tema prohibido dentro del seno familiar: “Habían pasado más de cuarenta años desde entonces y Rosa sólo me ha hablado una vez, y a medias, del trágico episodio” (Tres lindas 270). La reconstrucción de experiencias traumáticas y la narración de lo inenarrable, es un proceso siempre incompleto donde el uso de las palabras cesa al recordar el clímax del evento (Lalonde 199). Pero la escena se encrudece debido a que los hermanos mayores no solo debían comunicarle a su madre, Virginia, la terrible noticia, sino también a su tía Rosita en La Habana:
¿Cómo decirle a tu madre la noticia? Tenía que estar enterada para cuando llegaran los ataúdes a México. Alberto le encomendó la difícil tarea a Benito; Benito, por su parte, convocó a Miguel y a Carlos y entre los tres se armaron de valor para decirle la verdad de la mejor manera que pudieron. Se apersonaron en la casa, la abrazaron, la besaron, le pidieron que se sentara, pero no fue necesario decir nada. […] ¿Y la tía Rosita? ¿Cómo decirle a tu tía noticia de la muerte de su hijo? […] Benito asumió la terrible responsabilidad de hablar por teléfono a La Habana. (Tres lindas 271-72)
La vehemencia de la narración evita dejar indiferente al textigo, implicándolo de forma activa en el devenir de la tragedia. Ambos, testigo y textigo, participan así de la aflicción del mismo desastre.
La crítica política y la reflexión literaria también constituyen un elemento central en la catarsis de Tres lindas cubanas.[27] La narración se centra en los múltiples alcances políticos, sociales y literarios que significó la Revolución cubana. El gran prestigio que Fidel Castro y sus barbudos gozaban a lo largo y ancho de América Latina durante los primeros lustros después de su triunfo en 1959, se manifiesta en la admiración que el testigo profesa tanto por el Comandante en Jefe como por las letras cubanas, en especial por dos de sus figuras más representativas y antagónicas: Alejo Carpentier y José Lezama Lima, “el uno desde la oficialidad; el otro desde la marginación” (Tres lindas 32). La búsqueda de categorías culturales que pudieran definir a América Latina que ambos autores exploran en su obra llevan al testigo a un momento de definición, a una crisis de sus convicciones de lo que en esos años significaba ser latinoamericano.
El vasto prestigio que El reino de este mundo y su prólogo acumularon en la “ciudad letrada” hispanoamericana no se correspondía con la realidad del continente, lo cual parecía invalidar la poética de lo real maravilloso propuesta por Alejo Carpentier. De acuerdo con el testimonio del testigo, “tal concepción, a pesar de su deliberada intención latinoamericanista, implicaba una mirada hasta cierto punto exógena –no ajena al exotismo– de nuestra realidad […] se consideraba maravilloso todo lo que no se ajustara al pensamiento cartesiano” (Tres lindas 33). Esta mirada eurocéntrica de la tesis carpenteriana, sin embargo, contrastaba con el asombro ante la catedral barroca que significaba la prosa de Lezama Lima en su Paradiso, porque no solo transgredía el orden sintáctico y el orden narrativo, sino que atentaba contra la hegemonía de la novela como género literario:
En el camino me percaté de que no era posible leer Paradiso como una novela, por lo menos como una novela convencional, sino como una propuesta literaria distinta que ciertamente subvertía el género, aunque con tal subversión el género mismo confirmara la ductilidad que lo definía […]. (Tres lindas 34)
Las categorías de lo real maravilloso y, posteriormente las del realismo mágico, han dejado de explicar la narrativa latinoamericana contemporánea. Críticos como Ignacio Sánchez Prado advierten que, más allá de los autores del boom y del posboom, el resto han dejado de tener la suficiente resonancia fuera de las fronteras de la región desde al menos la década de los ochenta del siglo pasado, a pesar de que se hayan articulado aproximaciones teóricas propias como las de la decolonialidad que respondían a la colonialidad del saber a partir del desmantelamiento de las estructuras de poder impuestas por el colonialismo europeo. De ahí que el crítico mexicano privilegie los acercamientos teóricos del World Literature por ser más inclusivos además de admitir “una visión más diversa e internacional” (10; mi trad.), puesto que no existe una única “literatura mundial” válida para todos los contextos, porque cada tradición literaria produce su propia noción de lo “mundial”, cancelando así las rutas literarias hegemónicas que circulan desde Europa y los Estados Unidos hacia el resto del mundo.[28]
Otro caso que se aborda en Tres lindas cubanas es el de Reinaldo Arenas, quien había sido condenado a vivir el mismo exilio interior de Lezama Lima. El escaso interés por su obra como la falta de apoyo editorial así lo corrobora. La publicación de El mundo alucinante se realizó en México y no en Cuba, cuyo manuscrito había salido clandestinamente de la isla gracias a Emanuel Carballo. Arenas era considerado una figura indispensable de las letras cubanas en el exterior mientras que en Cuba su pluma estaba silenciada. “Y es que en Cuba su condición de homosexual había prevalecido sobre su condición de escritor […] la homosexualidad había sido considerada una degeneración heredada de la burguesía que había que perseguir y erradicar en el nuevo régimen” (Celorio, Tres lindas 142).
El caso de Reinaldo Arenas contradice la suposición de que varios de los escritores que habían decidido permanecer en la isla tras el triunfo de la Revolución eran intelectuales orgánicos del régimen. Lo mismo puede decirse de César López, quien, de acuerdo con el narrador-testigo de Celorio, sufrió el menosprecio de Octavio Paz cuando asistió a una de las conferencias impartidas por el poeta mexicano en el Colegio de México. Gracias a su intervención, César López cumpliría el sueño de conocer a Paz en persona, pero la emoción inicial devino decepción después del encuentro:
Con la confianza que la inusitada calidez de Paz me daba, le presenté a César:
----Maestro, quiero presentarle a César López, poeta cubano –le dije.
Paz, antes de estrechar su mano, le preguntó:
----¿Cubano de adentro o de afuera?
----De adentro –respondió César con orgullo equivalente al que pudiera haber tenido Dulce María Loynaz por permanecer en su patria a pesar de todas las adversidades.
----Pues deben de estar muy contentos con su régimen –le dijo Paz con una ironía que pasmó a César. Y lo dejó con la mano tendida. (Tres lindas 302)
Los esfuerzos del testigo por desarticular esta estigmatización, este bloqueo ideológico arraigado entre los “de adentro y los de afuera” a la que muchos intelectuales se afiliaron son una constante, una obsesión en su testimonio.
Octavio Paz fue un duro crítico del castrismo. Su crítica se agudizó a partir del caso Padilla en 1971 y sus ideas contra el régimen se propagaron principalmente a través de sus dos revistas más influyentes, Plural y Vuelta, las cuales sirvieron como plataformas críticas clave en los años setenta y ochenta para reflexionar sobre la Revolución Cubana, la falta de libertad de expresión, la censura y el sometimiento de varios artistas e intelectuales al gobierno cubano.[29]
Otro suceso prominente que tuvo como punto de inflexión el caso Padilla fue el distanciamiento y posterior ruptura entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Como está ampliamente documentado, Vargas Llosa firmó una carta pública pidiendo la liberación de Heberto Padilla, la cual García Márquez se rehusó a firmar, lo que fue el comienzo de una escisión ideológica irreconciliable en el contexto de la Guerra Fría. Mientras el colombiano permaneció cercano al régimen castrista, el peruano abrazó el liberalismo político.[30]
El capital simbólico que en la década de los setenta poseía la Revolución tanto en el espacio político y cultural cubano como en el latinoamericano, se esfumaría paulatinamente con la creciente desigualdad entre las élites políticas y letradas con el resto de la población, hasta su clímax en la década de los noventa con el llamado “Periodo Especial”. El régimen se vio obligado a introducir un paquete de medidas económicas para intentar subsanar el estancamiento económico de la isla. Algunas de estas regulaciones, apunta Alejandro de la Fuente, consistieron en la legalización del dólar, autoempleo, y el turismo (317). No obstante, las desigualdades económicas agudizaron la fragmentación social entre aquellos quienes tenían acceso al dólar y entre quienes no. El testigo condena la inmensa discrepancia económica bajo el régimen castrista al atestiguar la isla sin el filtro mítico de la insurgencia, sin ver a ese país como el que “había tenido los cojones de mandar a los yanquis al carajo” (Tres lindas 106).
La narración insiste en los estragos de la crisis económica, incluso antes del “Periodo Especial”, con el caso de la tía Ana María y las condiciones de su residencia. La voz narrativa del testigo apunta las innumerables privaciones que el bloqueo económico habían ocasionado en la mayoría de la población, sobre todo la escasez de alimentos, medicinas y otros productos de primera necesidad. La austeridad revolucionaria de la tía Ana María se acentuó cuando el testigo, en compañía de Carlos Pellicer, asistieron al lujoso apartamento de Nicolás Guillén ubicado en El Vedado, frente al Malecón. A pesar de la admiración por el poeta cubano, el testigo experimenta una inmensa indignación al contemplar las comodidades que Guillén gozaba como presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). El apartamento resaltaba las colosales diferencias con la vivienda de su tía, quien, a pesar de sus esmeros por mantener su casa en condiciones dignas de otros tiempos, no pudo evadir los sacrificios que entonces demandaba la Revolución.
El desahogo con el que Guillén vivía parecerían corroborar que la cultura afrocubana había sido encumbrada por las élites a partir de la década de los años veinte del siglo pasado como “folklore nacional”, puesto que la música, los bailes, la comida y, sobre todo, las letras, conformaban una pieza fundamental en los intentos de reconstruir una nación mestiza.[31] No obstante, el mestizaje supuso la supresión de la cultura afrocubana bajo la idea homogeneizante del “hombre nuevo” blanco que teorizó el Che Guevara, con la que se exacerbó la ideología racial del régimen.[32] La lucha contra el racismo que Castro encabezaba estaba enfocada en atacar al imperialismo estadounidense más que a resolver los graves conflictos étnicos y raciales internos, a pesar de que con el triunfo de los revolucionarios se impuso la creencia de que el racismo en Cuba era un asunto resulto.[33]
Además del componente étnico y clasista en Cuba, el machismo y la sociedad patriarcal también son factores determinantes que explicarían la escasez y la reclusión de mujeres como la tía Ana María en la vida doméstica debido a la escasez de leyes de género en el proyecto político castrista, evidenciando desigualdades persistentes pese a las promesas igualitarias de la Revolución.
La discrepancia entre el discurso revolucionario y la realidad atroz que el narrador-testigo de la novela atestigua en sus repetidas visitas a Cuba, conforman el eje de eventos traumáticos que el lector-textigo revive con la lectura de páginas eclipsadas por la monumental figura del caudillo.
El metal y la escoria
El Alzheimer que mató a Benito, uno de los hermanos mayores del narrador-testigo, es uno de los primeros eventos traumáticos que se exponen en El metal y la escoria. El lector-textigo comprende que la principal virtud de Benito es su prodigiosa memoria. Su muerte no solo dejó a su paso el dolor de la pérdida sino una apremiante ansiedad a causa de la posible condición hereditaria de la enfermedad. De acuerdo con Vickroy, las experiencias y memorias traumáticas pueden transferirse por generaciones (19). De ahí la necesidad de narrar, de lo contrario el trauma permanecería como un asunto individual sin la posibilidad de simbolizarlo y exorcizarlo y evitar así su despersonalización.
El trauma del testigo contrasta con los silencios de su padre, Miguel Celorio, quien como una forma de expiación busca deshacerse de sus recuerdos familiares, de borrar de tajo la trágica historia que cobró la vida de sus hermanos varones: Ricardo, Rodolfo y Severino:
Papá no solía hablar de su familia, como si se avergonzara de ella, como si le doliera. Ni de sus padres, que fallecieron, mi abuela, a finales del siglo XIX, y mi abuelo, a principios del siglo XX […] parecía que la vida familiar hubiera empezado en papá y mamá, Adán y Eva de nuestra modesta estirpe, y se limitara exclusivamente a sus hijos […]. (El metal 77)
Nigel C. Hunt explica que siempre intentamos olvidar las experiencias pasadas que percibimos como dañinas y han dejado de pertenecer a nuestra concepción actual del yo (125). La desmemoria de Miguel funciona aquí como un mecanismo dialéctico de defensa que recuerda y olvida los elementos de su pasado que no se ajustan a su presente.
El despilfarro en alcohol, mujeres y juegos de azar que los tres hermanos hicieron de la cuantiosa herencia que su padre Emeterio había logrado acumular en el negocio de la venta de vinos y licores, no se correspondía con la percepción social que Miguel buscaba proyectar debido, precisamente, a su incapacidad, o más bien su renuncia para narrar el trauma causado por la orfandad, la miseria y la prematura y trágica muerte de sus hermanos.[34]
La inmigración y el exilio español en México es otro de los grandes conflictos culturales que la narración del testigo de Celorio exorciza en El metal y la escoria. El relato se centra en dos de las migraciones españolas que han sido determinantes, no solo en el destino de la familia paterna del testigo, sino también en el devenir del país. La primera ola migratoria que la narración atestigua es la que trajo consigo a Emeterio Celorio y su amigo Ricardo del Río el 15 de septiembre de 1874, una vez que, a mediados de siglo, se había levantado la prohibición de emigrar a las antiguas colonias españolas. La crisis de 1850 origina una alta demanda de transporte marítimo en Asturias que propicia el auge de numerosos barcos dispuestos a cruzar el Atlántico con dirección a La Habana.[35] Ambos, campesinos asturianos condenados a la pobreza, decidieron emprender la aventura americana que determinaría sus vidas y las de su futura descendencia. Esta dualidad, miseria y espíritu aventurero, es, de acuerdo con Cristóbal Botella, una de las motivaciones que explican el fenómeno migratorio español a finales del siglo XIX (citado en De Miguel 9), además del proyecto de “blanqueamiento” continental impulsado por las élites latinoamericanas representadas en personajes como Sarmiento, Mitre y Avellaneda, en el caso de Sudamérica, y el propio Porfirio Díaz, en el caso de México.
El aliciente de “hacer la América” también había sido alimentado con los testimonios de los indianos que habían vuelto a los pueblos aledaños con los bolsillos llenos de la riqueza americana. Pero el “indiano rico” representaba más una leyenda y figura literaria que una verdad corroborable, puesto que
se opone a la figura más prosaica y común del emigrante que sale y regresa pobre […]; en la emigración se puede hacer fortuna, es como una lotería que se puede ganar (aunque tantas veces se pierda). Quedarse en el terruño significa, en cambio, con toda seguridad, que la vida poco o nada va a cambiar. (De Miguel 8, 10–11)
Las epidemias de la gripe y las sequías fueron otros factores que motivaron los viajes trasatlánticos.[36] No obstante, los dos indianos asturianos, Emeterio y Ricardo, según narra el testigo, fueron una excepción al fracaso, pues lograron con éxito “hacer la América”.
Por otro lado, el exilio español derivado de la Guerra Civil es la otra gran ola migratoria que desahoga el testimonio de la narración. Los conflictos entre la tía Luisa, media hermana de Miguel Celorio, y Francisco Barnés González, médico español refugiado en México, fueron el catalizador de un conflicto no solo familiar sino ideológico que padeció y determinó a toda una generación. El fallido matrimonio fue el campo de batalla entre dos posiciones políticas y culturales aparentemente irreconciliables e incompatibles: el conservadurismo de la colonia española asentada en México simpatizantes del franquismo al que la tía Luisa se afiliaba, y del republicanismo liberal que le había costado el exilio al tío Paco.
El fervor ideológico que alimentaba a los españoles en el exilio se sustentaba tanto en la mitificación del “pueblo” como en la fetichización de la figura del intelectual y sus inclinaciones progresistas. Esta tendencia a la nostalgia entre los intelectuales en el exilio se debe, precisamente, a la pérdida de su “nación”, lo que los llevó a reimaginarla a través de la exacerbación de sus múltiples actividades culturales.[37] De acuerdo con Madelaine Hron, el exilio connota un sentimiento dual de culpa e inocencia, así como el de un sufrimiento injusto (285).
El conflicto entre la tía Luisa y el tío Paco que el testigo narra resulta significativo para la búsqueda de sus señas de identidad, puesto que su relación con España había sido vedada por su propio padre quien con sus silencios avivó aún más el deseo de indagar sobre el origen de su familia paterna. Sin embargo, su anhelo por retornar al pueblo asturiano de Vibaño no fue una inquietud genuina como la de su padre cuando visitó el poblado después de la muerte de su abuelo, sino “una nostalgia de la nostalgia, una nostalgia literaria y un tanto artificiosa” (El metal 244).
Las memorias que poseemos cambian porque los estímulos que recibimos de la sociedad alteran las percepciones de los acontecimientos pasados. Los medios de comunicación (libros, películas, periódicos, etc.) impactan nuestra interpretación de la realidad y, por lo tanto, nuestro estado de ánimo (Hunt 122). La añoranza del testigo por su origen paterno se fundamenta en una angustia intelectual, en una obsesión por la lectura. La novela, en este sentido, no es otra cosa que el incesante arte de la repetición. De acuerdo con Palou, “la mejor lectura de una novela ocurre en una de sus re-lecturas, en una de sus repeticiones traumáticas” (98). La búsqueda desesperada del narrador-testigo contra la desmemoria y el olvido de su origen paterno contrasta con las imágenes vigorosas de su origen materno, cuyo conocimiento y cercanía geográfica con Cuba mitigaron, hasta cierto punto, la zozobra frente a la hoja en blanco. No obstante, la escasa distancia entre la isla y el territorio mexicano no ha limitado a la diáspora cubana en México, por ejemplo, a una mera presencia física y pasiva, sino a un exilio intelectual e ideológico, como lo han sido históricamente personajes prominentes como Heredia y Martí, y más recientemente, Reinaldo Arenas y Severo Sarduy, por mencionar solo algunos nombres. Los disidentes intelectuales, tanto cubanos como españoles en México, han construido y establecido un diálogo con el poder y las ideologías dominantes desde el exilio.[38]
Los apóstatas
En Los apóstatas el drama familiar es dual y se concentra en la denuncia. El primer trauma escudriña el doble abuso sexual que Eduardo, el primero de los protagonistas sufrió en la infancia a manos del padre de su mejor amigo, el doctor Gonzalo Casas Alemán, y posteriormente a expensas de José Trinidad Rivera, director del Instituto de los Hermanos Maristas en Valladolid, al que los padres de Eduardo habían enviado para alejarlo de las fauces de la Ciudad de México y de su victimario. Lo interesante del testimonio radica en que el testigo no descubre el crimen sino hasta que el propio proceso de escritura se lo revela: “¡Cómo pude ser tan pendejo! Cuando Eduardo por fin me relató los vejámenes sexuales que había sufrido en el convento, descubrí la terrible causa por la que se había metido al seminario de los Hermanos Maristas a la escasísima edad de once años” (Los apóstatas 83). De acuerdo con Adriana Díaz Enciso, uno de los poderes de la narrativa es que “cuando una historia nos pide ser escrita, ya no podemos abandonarla sin riesgo de nuestra propia cordura” (27). La revelación de las páginas acumuladas devela no solo el abuso que Eduardo tuvo que padecer, sino también los agravios que el propio testigo experimentó en la misma casona del padre de su amigo sin siquiera percatarse:
Una tarde (¿1956?, ¿1957?) había comido en casa de mi tocayo. Su papá, sentado a la cabecera, pelaba su acostumbrada manzana con un cuchillo. Gonzalo y yo nos levantamos de la mesa porque ya era la hora de ir a esperar el camión de la escuela […]. Me acerqué a la cabecera para despedirme del doctor. Le di un beso en la mejilla, como era la costumbre. Él dejo el cuchillo y la manzana a medio pelar sobre el plato. Me abrazó por la espalda, me metió la mano por debajo del calzoncillo y me acarició las nalgas. Yo he de haber tenido siete u ocho años y no me maliciaba que tales manoseos pudieran ser obscenos o perversos. Sólo me parecían raros e incómodos. Y me daban cosquillas. (84)
De acuerdo con Emma V. Miller, la literatura ha jugado un rol preponderante al exponer públicamente el sufrimiento de las víctimas de violencia sexual a través de la recreación de experiencias emocionales como el terror, el dolor, el shock, y la parálisis, las cuales, sin duda, impactan cualquier toma de decisiones trascendentes de la víctima (228).
Las vejaciones sexuales que Eduardo padeció durante su niñez y adolescencia forjarían más tarde su determinación para transitar de la apostasía a la lucha social, materializada en la Revolución Sandinista. Eduardo emprende una travesía por tierras nicaragüenses en las que encuentra su verdadera vocación, su verdadero acto de fe: hacer la revolución bajo los principios de la teología de la liberación.
Eduardo terminó por impugnar sus convicciones religiosas tras conocer a María Antonieta Cavazos (Tony), una luchadora social que fungía como animadora de las jornadas de vida cristiana que organizaba un sacerdote desde el entonces Distrito Federal. El inquebrantable compromiso para con los oprimidos que poseía Tony cautivó de golpe a Eduardo hasta adjurar de su vocación religiosa y reintegrarse a la vida civil en el año convulso de 1968: “dijo en voz alta y con todas sus letras, con la certidumbre de un condenado a muerte, que a partir de ese momento estaba condenado a la vida; que renunciaba a la Congregación de los Hermanos Maristas. Que colgaba los hábitos, pues” (Los apóstatas 223). No fue hasta 1970, sin embargo, después de un viaje a Chihuahua con un grupo de amigos, cuando Eduardo de verdad se liberó de sus convicciones morales y se entregó sin reservas a dos de sus pasiones más añoradas: “la sexualidad exenta de cualquier compromiso vinculante y La dama de los cabellos ardientes, como el poeta colombiano avecinado en México, Porfirio Barba Jacob, se refería a la marihuana” (239-40).
Dispuesto a llevar a la práctica su renovado amor por la vida y su compromiso social, Eduardo emprendió una serie de viajes laborales por destinos tan dispersos como el Valle del Mezquital o la comunidad de Teloloapan, en el estado de Guerrero. Fue ahí, en Teloloapan, donde Eduardo se vinculó con el Frente Sandinista de Liberación Nacional de Nicaragua. En 1979, él y su efímera primera esposa viajaron a Managua.
Uno de los proyectos principales del nuevo Estado sandinista fue la campaña de alfabetización de 1980, inspirada por sacerdotes católicos. La empresa educativa estaba encabezada por el Ministro de Educación Fernando Cardenal, hermano del poeta Ernesto Cardenal, y Paulo Freire, quien ayudó a movilizar a miles de voluntarios nacionales y extranjeros.[39] La estancia de Eduardo en Nicaragua no ha cesado desde aquel lejano 1979; y, aunque al principio de su aventura revolucionaria su condición económica se vio bastante favorecida, con la derrota del FSLN en las elecciones de 1990 las precarias condiciones económicas y el alcoholismo terminaron por mermar el bienestar del exseminarista. No obstante, la decepción política tras la catástrofe electoral, fue uno de los traumas más profundos que atestiguó el hermano apóstata:
En el proceso de sucesión presidencial, los sandinistas vaciaron literalmente las arcas del erario. La indignación se apoderó de mí cuando vi cómo antiguos revolucionarios se hicieron de propiedades ostentosas y vehículos de lujo, cómo se asignaron a título personal restaurantes, hoteles, clubes exclusivos que ellos mismos habían confiscado al somocismo […]. Se olvidaron de Sandino, de los principios revolucionarios, de las consignas. Se olvidaron de los caídos. (280)
La imposibilidad del regreso, de volver la vista atrás, debido al alcoholismo, a la miseria y a la derrota moral, es tal vez el evento más traumático que tanto el protagonista como la voz narrativa del testigo padecen a la distancia. Según señala Hron, el sufrimiento que padecen tanto los inmigrantes como los refugiados se manifiestan con tendencias al aislamiento, a la alienación, a la discriminación, a la pobreza o a la violencia (288).
El fracaso de la Revolución Sandinista y la corrupción de sus líderes han marcado las últimas décadas de la vida de Eduardo. Pero el resultado catastrófico de las operaciones sandinistas y el futuro fracaso electoral eran, en cierto modo, esperados. El sandinismo “terminó de deslegitimarse cuando agredió a su propio pueblo, específicamente la guerra contra el pueblo misquito al que se confundía automáticamente con contrarrevolucionarios […]” (Pastor 334). Al final de la década de los ochenta y frente a la grave crisis política y económica, los militares enriquecidos decidieron entregar el poder a los civiles a cambio, principalmente, de impunidad.[40] Ortega y otros comandantes se dividieron los recursos del país a manos llenas, por lo que la gente llamó a este suceso como la “Piñata” y, de acuerdo con Clifton Roos, “fue un punto de inflexión para el partido revolucionario del FSLN” (118; mi trad.), porque significó el banderazo de salida del proceso de división del partido que acontecería en 1995 con la renuncia personajes prominentes como Sergio Ramírez, Ernesto Cardenal y Gioconda Belli, entre otros.
El segundo personaje en el que Los apóstatas se concentra es Miguel, el hermano mayor del narrador-testigo, cuya vocación religiosa era genuina, incluso superior a la del amor marital, a diferencia de la de Eduardo con los Hermanos Maristas, quien abrazó la fe como una suerte de exorcismo que lo liberara de sus verdugos. Miguel poseía una inclinación hacia las artes y el idealismo que apaciguaba su mal carácter y sus crónicos exabruptos. Su fervor religioso era tal, que no dudó en abandonar no solo sus estudios de arquitectura en la Academia de San Carlos, sino también a la primera de sus múltiples novias, Ana María Benavides, por la Virgen María, porque había decidido ingresar de fraile en el convento de San Esteban de la Orden de Predicadores de Santo Domingo de Guzmán en Salamanca, España: “Te dejo porque la Virgen María me llama” (129). La proclividad religiosa que Miguel profesaba en su juventud no lo abandonaría sino hasta el final de sus días, a pesar de que durante su larga vida se conjugaron un sinnúmero de mujeres a las que su idealismo barroco y su incapacidad para llevar a la praxis cualquier tipo de proyecto académico o compromiso amoroso, le impidieran concretar una relación estable.
Los trastornos psiquiátricos que llevaron a la muerte a Miguel en al año 2000, no obstante, es uno de los eventos más traumáticos que el testigo registra:
Un pabellón psiquiátrico es tan desolador como deben de ser los deshielos de los mares nórdicos, tan frío como esos versos de Xavier Villaurrutia, los más fríos que recuerda mi piel:
Sábana nieve de hospital invierno
Tendida entre los dos como la dudaY ahí te internamos apesadumbrados, pero sin alternativa, sabiendo que, a pesar de su desolación báltica, ése era, si no el lugar más amable, sí el menos hostil entre los que conocíamos. (371)
La cordura de aquella mente brillante comenzó a desquebrajarse en sus últimos años de vida debido a los influjos del Mal, a su dedicación disciplinada y religiosa en el estudio del mismísimo Satanás. Los desequilibrios mentales que aquejaban a Miguel lo llevaron a la locura y a la paranoia: “Se dedicó, como si recuperara su teológica adquirida en Salamanca, al estudio del Maligno, con una fe obsesiva, que lo llevó a ver e interpretar el mundo, la vida, las relaciones personales bajo una óptica demoniaca” (382). El diagnóstico médico no dejaba duda de la gravedad de la enfermedad: “un cuadro demencial, con signos delirantes y paranoides. Lo peor: era irreversible” (396).
La muerte de Miguel, a quien el testigo consideró como su verdadero padre, significó una segunda orfandad, un segundo trauma tras la ausencia de su figura paterna, si bien ya no biológica, sí intelectual:
Miguel me introdujo en el mundo de los libros. Muchas veces sacaba un ejemplar de la estantería, me lo presentaba como si se tratara de una persona […], me leía algún párrafo, me mostraba alguna ilustración […]. ¡Cómo no reconocer la paternidad de mi hermano mayor si fue él quien me engendró, puesto que me hizo que yo fuera justamente el que soy! (189)
El testigo convierte la ausencia de Miguel en una pérdida, en una imagen fetichizada de la paternidad. El testimonio del trauma restaura la tragedia, el paraíso perdido, a través de la construcción de un mito de origen que el textigo recrea con su lectura.[41] Este discurso mítico, no obstante, siempre está mediado por memorias personales supeditadas a representaciones culturales (Kennedy 60).
El infortunio revolucionario de Eduardo, así como la demencia demoniaca que arrebató la vida de Miguel, representan dos eventos trágicos que el testigo transfiere al textigo como una herencia que pone en etredicho su cordura y su inocencia ante el testimonio de un texto cíclico y fragmentado.
Conclusión
La literatura ha sido una herramienta discursiva esencial en el proceso terapéutico de víctimas dentro de un vasto crisol de eventos traumáticos contemplados por las teorías del Post-traumatic Stress Disorder (PTSD). El tratado teórico de Pedro Ángel Palou, no obstante, posiciona en un mismo plano emocional tanto a los autores como a los lectores, puesto que ambos se ven obligados a ser partícipes activos de los diversos traumas que un narrador articula en su historia.
El aforismo de Palou: “El testigo narra, el textigo lee. El narrador, entonces, testifica. El lector textifica” (81), constata el acercamiento de los testigos de Celorio, puesto que no conceden indulgencias para con sus textigos, los cuales terminan por apropiarse de los miedos y fobias que la narración les presenta a través de la lectura y relectura de los testimonios articulados en las novelas. La narrativa de Celorio es, en este sentido, un suplicio para todos aquellos que se adentran en ella. De ahí que las novelas de Celorio sean un contradiscurso en el que el oficio del escritor sea, en palabras de Freud, engañar al lector ofreciéndole la “verdad”.[42] La obra de Celorio nos recuerda, entonces, que todo escritor es irreverente, “un hombre –escribe Carlos Fuentes– que niega que vivimos en el mejor de los mundos” (95).
Tres lindas cubanas, El metal y la escoria y Los apóstatas cumplen así un desahogo inconcluso, un exorcismo inacabado y escabroso contra, quizá, el principal de los traumas: la desmemoria. De manera que la trilogía de Celorio deviene un paliativo contra las catástrofes del olvido que ensordecen por igual tanto a los narradores-testigos como a los lectores-textigos sumergidos en el bullicio del escándalo del trauma.
- Véase Ferreira, 109-110. 
- Véanse Sánchez Prado 77-138; así como Montoya Juárez y Esteban 7-15. 
- Véanse Volpi 99-112; Fornet 71-85. 
- Para un estudio detallado de los rasgos que constituyen la nueva novela histórica, véase Menton 29-56. 
- Véase Price 1-20. 
- También véase Noguerol 19-33. 
- Véase Nora 1-20. 
- Siguiendo a Paul Ricoeur, Jakob Lothe advierte que las capacidades de la memoria son el mejor medio por el cual registrar lo que nos ha acontecido, incluso antes de evocarlo. Véase Lothe 152-161. 
- Véase Madigan 45-53. 
- “La narrativa es una función esencial. Usamos y manipulamos nuestros recuerdos, consciente e inconscientemente, para presentarnos ante el mundo de una manera particular. Nuestras historias de vida están cambiando constantemente según nuestras circunstancias. No tenemos opción en este asunto. Estamos obligados a narrar” (Hunt 3; mi trad.). 
- Véase Caruth 2-9. 
- Kennedy explica que el “railway spine” fue un término médico del siglo XIX utilizado para describir una afección que experimentaban los sobrevivientes de accidentes ferroviarios, quienes manifestaban síntomas físicos sin que hubiera señales visibles de daño corporal. Según su análisis, esta condición resultó fundamental para comprender el trauma psicológico en una época anterior a la existencia de categorías clínicas como el trastorno de estrés postraumático (PTSD), por sus siglas en inglés. 
- Véase Kennedy 54-65. 
- “La referencia a Paul de Man en los primeros trabajos de Caruth no es insignificante: tanto la obra de Man sobre la ideología estética (pos)romántica como su aguda crítica a la teoría literaria tradicional influyeron profundamente en la formulación inicial de la teoría del trauma. En gran medida, la teoría del trauma puede considerarse una respuesta al desafío de leer “después” de de Man –tanto en sentido cronológico como siguiendo su ejemplo. Este desafío fue formulado por el propio de Man en el momento en que su crítica a la referencialidad lingüística había llegado a un punto que parecía anunciar el fin de la teoría literaria […]. En la vertiente deconstructivista de la teoría del trauma, es así de Man, y no Derrida, quien ocupa el lugar central” (Toremans 52; mi trad.). 
- Véanse Hunt 4-6; Davis y Meretoja 1-7. 
- “Una de las afirmaciones fundamentales de la teoría del trauma es que el lenguaje literario, por su propia naturaleza, ofrece un vehículo único y eficaz para representar la experiencia del trauma de formas que el lenguaje ordinario no puede” (Kurtz 8; mi trad.). 
- Véase Dean 111-120. 
- Veáse Rodi-Risberg 110-123. 
- La teoría de “sociedades traumatizadas”, según lo explica Todd Madigan, tiene como elemento central la reescritura de una identidad colectiva en respuesta de un evento traumático que altera no solo el pasado sino el presente y el futuro de una colectividad. Véase Madigan 49-51. 
- Véase Lacan 618-623. 
- La novela contemporánea es, de acuerdo con Guido Mazzoni, el género en el cual se puede contar cualquier historia a partir de cualquier estructura narrativa (16). 
- De acuerdo con Silke Arnold-de Simine: “El trauma no puede ser contenido mediante la exégesis verbal, sino que se desborda en imágenes incontrolables y forma parte de una temporalidad fragmentada y cíclica” (141; mi trad.). 
- Véase Celorio, “Toda novela plantea un conflicto que no se resuelve” 161-172. 
- Véase Forker 259-285. 
- “Forter sostiene que, si un autor quiere abordar el trauma estructural en un texto, debe proporcionar historias de fondo más profundas y complejas para sus personajes, que ofrezcan una visión de cómo estos individuos están imbricados en una red social marcada por un trauma insidioso” (Pederson 108; mi trad.). 
- Los juicos del autor se presentan en toda narración, puesto que la voz del narrador nunca es objetiva, siempre es arbitraria y, sobre todo, nunca desaparece. Véase Booth 157-163. 
- Véase Carreño Medina 113-123. 
- Véase Sánchez Prado 3-24. 
- Véase Cezar Miskulin, 159-171. 
- Para una revisión contemporánea de la relación entre García Márquez y Vargas Llosa, véase Bayly. 
- Véase De la Fuente 1-19. 
- Véase Casamayor-Cisneros, 241 
- Véase Sawyer 58-64. 
- Richard McNally contrasta la “incapacidad” vs la “renuncia” de las personas que han experimentado algún trauma para hablar sobre él, puesto que no hay forma de corroborar con certeza si la información no se encuentra disponible en sus memorias trastornadas (184). 
- La otra gran ola migratoria no se da sino hasta 1903, fecha en que, según apunta Amando de Miguel, se aplicó verdaderamente la liberación de los requisitos para partir. No obstante, ya desde 1882 se tienen registros de las entradas y salidas de los migrantes (8). 
- Véase De Miguel 7-16. 
- Véase Faber 4-7. 
- Para un estudio extenso sobre la del intelectual cubano en la Revolución y el exilio, véase Rojas. 
- Véase Ross 115-120. 
- Véase Pastor 329-339. 
- Dominick LaCapra diferencia entre Absence y Loss. De acuerdo con LaCapra, cuando la pérdida se convierte en un lenguaje retórico de la ausencia deviene melancolía, en una interminable aporía. Véase 43-85. 
- Véase Freud 609-611. 
