En Argentina, la literatura criminal ha sido moldeada por las dinámicas sociales y políticas a través del tiempo. Durante el siglo XX, este género literario se diferenció de las convenciones anglosajonas, las cuales enfatizan una resolución lógica y objetiva de los crímenes. Por su parte, los narradores argentinos han enriquecido sus tramas con críticas sociales y asuntos como la corrupción y la violencia de estado. Figuras literarias de la talla de Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares innovaron el género al integrar elementos de fantasía y crítica política. Rodolfo Walsh, por su parte, lo usó para articular denuncias sociales. Más recientemente, escritores como Ricardo Piglia y Claudia Piñeiro han continuado esta tradición. Ambos se han sumergido en las realidades de la marginalidad y los retos urbanos. También, estos dos autores han utilizado la novela negra como una forma de reflexión sobre la identidad y las desigualdades en la sociedad argentina. En la obra de Arlt, especialmente en Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931), se destaca la liminalidad como un eje temático al presentar personajes que vacilan entre la cordura y la locura, la acción revolucionaria y la desesperación. Estos individuos reflejan la volatilidad de la Argentina de los años 20 y personifican las tensiones de una sociedad dividida entre la aceptación del status quo y el anhelo de un cambio profundo. En este contexto, la narrativa criminal argentina contemporánea es deudora de las voces singulares de Patricia Suárez y Juan Carlos Martini, quienes, a través de sus obras, tratan temáticas de gran complejidad. Suárez, con su cuento “Eucaliptus muertos y quemados por el rayo” (1998), y Martini, con “Jukebox” (2005), prueban ser maestros en la creación de atmósferas cargadas de tensión y misterio. A continuación, este ensayo propondrá una lectura comparativa de estos cuentos, partiendo de la hipótesis de que el anonimato, la elipsis narrativa y la liminalidad espacial funcionan no solo como recursos formales, sino como dispositivos críticos que subvierten las convenciones del relato policial tradicional. A través del análisis narratológico y contextual de estas obras, se examina cómo dichos recursos crean zonas de ambigüedad donde la identidad, la justicia y la memoria se tornan inestables. El objetivo es demostrar que tanto Suárez como Martin proponen una ética de la narración donde el silencio, la dislocación y la opacidad resultan más elocuentes que la resolución del enigma. En particular, se analizará cómo la figura del criminal se presenta como sujeto liminar -ni plenamente visible ni del todo ausente- y cómo la omisión de información clave (elipsis) convoca al lector a reconstruir, desde la sospecha, una verdad fragmentada. Este tratamiento permite situar ambas narrativas en los debates contemporáneos sobre memoria postdictatorial, identidad queer y el papel político del género policial.

Este ensayo adopta un enfoque narratológico-cultural que emplea herramientas del análisis textual con una lectura crítica de los contextos históricos y políticos de la literatura argentina contemporánea. Primero, se emplea una narratología estructural (Genette; Chatman) para examinar los mecanismos formales empleados en los cuentos, en especial la elipsis, el anonimato y la construcción del espacio, entendidos como recursos clave en la narrativa criminal. La elipsis es abordada no solo como omisión temporal sino como estrategia de ocultamiento y tensión narrativa, mientras que el anonimato se analiza como una forma de liminalidad identitaria. En segundo lugar, se incorpora la teoría antropológica de Víctor Turner sobre la liminalidad, aplicada a los espacios transicionales y ambiguos donde operan los personajes. Esto permite leer los lugares narrativos como zonas de inestabilidad simbólica, donde se suspenden las estructuras normativas y se intensifica la ambigüedad moral. Finalmente, se recurre a una lectura contextual que vincula estas operaciones narrativas con la historia reciente argentina, como la postdictadura, el refugio de criminales nazis y la crisis de 2001-2002. El método propuesto, por tanto, busca articular lo formal con lo político, lo estético con lo histórico, para así situar las ficciones de Suárez y Martini en el mapa más amplio de la literatura criminal latinoamericana.

Según Gérard Genette, la elipsis narrativa consiste en omitir segmentos temporales de la historia para acelerar el ritmo del relato, ya que suprime hechos que ocurrieron, pero no se narran. Genette distingue entre elipsis temporal, que salta periodos de tiempo, y elipsis lateral, que omite elementos clave sin alterar la cronología; esta última puede actuar como paralipsis al ocultar datos relevantes al lector (40-53). En lo referente a la liminalidad, este término fue acuñado por Víctor Turner en su libro El proceso ritual: Estructura y antiestructura (1969). La liminalidad describe un periodo en el cual las personas se encuentran en un estado intermedio. Durante esta fase, las reglas y estructuras sociales convencionales tienden a disolverse o volverse inciertas, lo cual crea un espacio de incertidumbre y posibilidad. Esta etapa permite la exploración y eventual transformación de la identidad y los roles sociales, comúnmente durante rituales o momentos importantes de cambio.

En lo referente a la relación entre anonimato y liminalidad en la narrativa de crimen, el anonimato funciona como una forma de liminalidad identitaria. Pues, los personajes ocultan su nombre o su pasado y habitan un umbral inestable entre la integración social y la exclusión. Esta condición transicional desestabiliza las identidades y produce una elipsis subjetiva que intensifica la ambigüedad moral del relato, lo cual hace del anonimato un dispositivo clave para representar la crisis del yo y la imposibilidad de clausurar el pasado. Estos elementos, aparte de estructurar las tramas, motivan a una consideración más amplia sobre la identidad, la memoria y la justicia. De ese modo, Suárez y Martini contribuyen al género criminal argentino con nuevas perspectivas, técnicas narrativas y creaciones que enriquecen el tejido literario moderno.

Contexto de la liminalidad y la elipsis narrativa en la literatura policial y la memoria postdictatorial

Críticos contemporáneos han adoptado esta noción para analizar espacios híbridos y marginales en la literatura latinoamericana de las últimas décadas. Por ejemplo, Judit Vidiella señala que la noción de liminalidad se ha convertido en “un tropo y una categoría analítica para comprender la formación de la identidad de las personas, los cuerpos, los territorios y los sucesos, que se ubican en los márgenes de lo normativo” (84). En el ámbito narrativo, los espacios liminales suelen representarse como “no-lugares” o zonas de contacto cultural donde se difuminan las fronteras. La literatura de la frontera, en especial, ha sido un laboratorio para estas aproximaciones. Gloria Anzaldúa describió la frontera físico-cultural (como la de México–E.E.U.U.) como “un espacio ambiguo, indeterminado y en constante transición, habitado por personas ‘prohibidas’” –migrantes, deportados, indigentes, traficantes" (en Castillo-Carrillo 3–4). Estudios recientes sobre narrativa fronteriza confirman esta visión. Analizando la novela Al otro lado (2008) de Heriberto Yepes, Silvia Ruzzi sostiene que su intención es “hallar un espacio liminal ‘entre los sueños y la pesadilla, el amor y el odio, la realidad y la imaginación y lo material y lo etéreo’” (en Castillo-Carrillo 9). Como se puede observar, en estas obras persiste un anhelo de crear un contra-espacio en el umbral de lo real, que quiebre las divisiones rígidas. En consecuencia, las fronteras geográficas o simbólicas operan como “puntos de fuga para producir ‘no-lugares’ alternativos con un propósito de revitalización, refugio o transgresión [verdaderas] zonas de resistencia [a las lógicas de poder institucional]” (Castillo-Carrillo 10). Estos marcos teóricos más recientes conciben la liminalidad literaria no solo como tema (espacios y personajes fronterizos), sino como una estrategia que desestabiliza la normatividad desde la ambigüedad y la pluralidad de significados.

La elipsis narrativa, entendida como la omisión intencional de fragmentos de la historia, es un recurso ampliamente utilizado tanto en la ficción policial como en la literatura testimonial o de la memoria, con fines distintos, aunque a veces convergentes. En el relato policial clásico, la elipsis puede servir para suprimir información que luego el detective o el lector deberán deducir. De ese modo, se alimentará el misterio. Sin embargo, en contextos de censura o de trauma histórico, la elipsis y el silencio textual adquieren un valor estratégico y ético, ya que permiten esquivar la represión y al mismo tiempo aludir a lo indecible. Durante las dictaduras latinoamericanas del siglo XX, muchos escritores se vieron forzados a recurrir a narrativas indirectas para denunciar la violencia estatal. La literatura argentina y de otros países del Cono Sur de los años 70 y 80, por ejemplo, está llena de ejemplos de escritura entre líneas[1]. Ante la imposibilidad de nombrar abiertamente las desapariciones, torturas y crímenes de Estado, muchos autores optaron por omitir detalles explícitos, dejando vacíos importantes (elipsis) que el lector informado podía completar. Un testimonio claro proviene de la prensa cultural clandestina. La revista El Ornitorrinco, publicada durante la dictadura argentina, “apeló a la metáfora y a la elipsis para expresar ciertas cuestiones que, debido al contexto represivo, no podía formular de manera explícita” (Iglesias 108). De este modo se filtraban denuncias veladas en artículos y ficciones donde lo omitido decía tanto como lo dicho. Los relatos de aquellos años nombraban sin nombrar y “aludieron de modo velado, alegórico o elíptico al clima de terror” imperante. La elipsis se convirtió, pues, en una forma de escritura resistente.

En la literatura postdictatorial, cuando ya no hay censura oficial, el recurso del silencio y la elipsis persiste, aunque resignificado. Muchas narrativas de la memoria (novelas, cuentos, testimonios escritos ya en democracia) mantienen vacíos deliberados o lagunas que reflejan las dificultades de articular el horror vivido. La ausencia de ciertos detalles o la fragmentación en el relato de hechos traumáticos a veces imita la propia fragmentación de la memoria de las víctimas. Con respecto a esto, la escritora y ensayista argentina Alicia Kozameh, sobreviviente de la dictadura, apunta que el lenguaje tropieza ante la magnitud del trauma y que el silencio (o elipsis) puede hablar: “Estuve haciendo serios esfuerzos por recordar algunos episodios. No hubo caso. Es como si se me instalara una sábana entre los ojos y el cerebro. La razón de la desmemoria está ahí: en los colores, las formas, la mayor o menor nitidez, los ritmos” (Citado en Davidovich 27–28). A propósito, Karin Davidovich señala que “sobre todo es en el uso y frecuencia de la figura de la elipsis que el silencio se hace audible” (22). En este sentido, el silencio, lejos de ser ausencia o desconexión, se convierte en una forma poderosa que interpela al lector desde la opacidad.

En el relato policial contemporáneo, la elipsis continúa usándose como un dispositivo estilístico. Pensemos en novelas negras donde el narrador omite intencionalmente información. Por ejemplo, una parte del crimen para sorprender al final, o en las que se salta temporalidades creando un rompecabezas. Pero en casos de novela policial sobre hechos históricos traumáticos, este recurso sirve un doble propósito. Por un lado, reproduce el enigma de los hechos no esclarecidos (los casos sin resolver de la historia); por otro, incita a un proceso activo de reconstrucción tanto al detective protagonista como al lector. De esa manera, la elipsis narrativa se convierte en metáfora de la desaparición y del olvido. Lo no dicho en el texto evoca lo borrado en los documentos o lo silenciado públicamente. La elipsis funge como un puente entre la estética del policial (que siempre oculta para luego revelar) y la ética de la memoria (que vacila entre recordar y olvidar). La elipsis, en última instancia, motiva al lector a completar la historia –a convertirse en cómplice de la reconstrucción del crimen o de la memoria–, y en ese acto reside gran parte del poder de estas obras.

Elipsis y liminalidad como aspectos claves de una historia criminal

Aunque la obra de la escritora rosarina Patricia Suárez no podría incluirse dentro del enorme corpus de la literatura criminal argentina, su cuento “Eucaliptus muertos y quemados por el rayo”, perteneciente al libro Rata paseandera (1998), sí contiene visos de esta corriente literaria. La historia trata de un alemán emigrado que al parecer huye de la justicia de los países del bloque occidental[2] por haber cometido crímenes de lesa humanidad durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Este individuo cambia su nombre por el de Eugenio Sterba y vive junto a sus hijos en una isla. La narradora, una de las hijas de Eugenio, mantiene comunicación telefónica con un individuo que ha seguido los rastros de su familia y que descubre que su verdadero apellido es Noth.

La obra de Patricia Suárez no ha sido muy estudiada por la crítica. Entre los pocos estudiosos que se han fijado en su trabajo, Mariola Pietrak examina de cerca y desmonta en el volumen de cuentos Esta no es mi noche (2005) el mito sagrado de la familia occidental a través de relatos minuciosos sobre la familia argentina. También reflexiona sobre la coexistencia y confusión del ideal familiar y su discrepante realidad (Pietrak 126). Paulo Olivares Rojas analiza las obras teatrales que forman parte de La Germania (2006). Su estudio alega que la dramaturgia de Patricia Suárez se caracteriza por su enraizamiento en la tradición teatral, el diálogo con otros textos, su crítica a la teoría posmoderna, su compromiso político y su relación con una estructura emocional que ilumina su visión de la dramaturgia autorreferencial (Olivares Rojas 199). María Silvina Delbueno reinterpreta el tema de la violencia en la tragedia griega de Eurípides al otorgar a los protagonistas de su obra inédita Las alimañas (2014) una nominación monstruosa que las define tanto desde la perspectiva del colectivo social como desde su propia identidad (Delbueno 121). Por su parte, María Falska se enfoca en el papel y la integración en las piezas que componen su trilogía polaca[3] y las obras El desván (2004) y Ruchla (2006), las cuales están relacionadas en su temática y en la construcción de sus personajes. Sobre la colección de cuentos Rata paseandera y la historia “Eucaliptus muertos y quemados por el rayo” no existe ningún estudio crítico al día de hoy. Una particularidad que define a este relato es la forma en que la elipsis y la liminalidad, además de generar ambigüedad y misterio, también provocan un fuerte impacto emocional en el lector. Al omitirse eventos y detalles importantes, se ofrecen pistas que ayudan a llenar los vacíos de la historia, lo cual permite inferir una verdad y un pasado siniestro que aún persigue a Eugenio Sterba y a sus descendientes. Esto contribuye así a su eventual captura.

Después de la Segunda Guerra Mundial, muchos criminales nazis, como Eugenio Sterba, encontraron asilo en Argentina debido a la falta de control fronterizo y a la política migratoria abierta durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón. Aunque Perón mantuvo una postura neutral durante el conflicto, no existe un acuerdo sobre su implicación directa en la recepción de nazis[4]. Adolf Eichmann y Josef Mengele, autores de los horribles crímenes en el Holocausto contra los judíos y otras minorías, hallaron refugio en Argentina. Eichmann fue capturado en 1960, mientras que Mengele escapó en 1949 y residió en Argentina antes de huir a otros países de América del Sur.

Este fenómeno migratorio, más allá de su dimensión política o diplomática, puede interpretarse como una forma de elipsis histórica; es decir, como un mecanismo simbólico de desplazamiento o disolución de la responsabilidad por crímenes atroces mediante el silencio y el encubrimiento. En un contexto más contemporáneo, como el de la última dictadura militar argentina (1976–1983), esta gran elipsis reaparece bajo nuevas formas. No como ocultamiento de criminales extranjeros, sino como silenciamiento sistemático de los crímenes cometidos por las propias fuerzas armadas. La desaparición forzada, figura central del terrorismo de Estado, opera como una estrategia de elisión radical que niega el cuerpo y la existencia misma de la víctima. Este borramiento físico y simbólico ha dejado huellas profundas en la memoria colectiva, lo cual ha servido como material de inspiración para muchas obras literarias. Sin embargo, esta amnesia histórica aún persiste. Pues, como indica la crítica literaria (González, Guglielmucci, Ohanian, Romero, Salamanca, Sarlo), por un lado, el gobierno argentino se ha comprometido con la denuncia y la recuperación de la memoria histórica, pero por otro, ha sido cómplice de formas de obliteración del pasado al no confrontar siempre de manera directa los legados de la represión.

Retomando el cuento de Suárez, aún cuando esta historia llega a su final es poco lo que se sabe de Eugenio Sterba. Sin embargo, las pistas que ofrece la narradora a lo largo de su relato, sumado al enclaustramiento liminal en el que ella y su familia viven y a las elipsis narrativas presentes en la trama, informan que Eugenio es un individuo de una moralidad dudosa y un pasado siniestro. Si bien la narradora describe a su padre como un inmigrante alemán “con su acento bávaro, un acento que nacía en el interior de sus fosas nasales” (Suárez 115), algo tan común en Argentina desde que Bartolomé Mitre permitió la primera oleada de inmigrantes al territorio argentino en la década de 1850-1860, enseguida nos damos cuenta de que Eugenio no es un inmigrante común y corriente. Pues la voz narrativa ofrece pistas que vinculan a este individuo con la Alemania nazi. La primera referencia es la quema de libros en Alemania el 10 de mayo de 1933 por parte del régimen nacionalsocialista[5]: “Mi padre alzó una fogata de libros, de los libros escritos en una complicada letra gótica, en idioma alemán” (Suárez 114–115). Según la narradora, su padre le profesa un gran respeto a La Araña (Die Spinner), una organización cuyo propósito era trasladar a los líderes nazis a lugares seguros donde pudieran recibir protección y eludir las represalias y responsabilidades relacionadas con el Holocausto. Estos destinos incluían a países como Argentina, España, Egipto, Paraguay, Chile, entre otros. Otra alusión importante es al personaje Fausto de Goethe, el erudito que hace un pacto con Mefistófeles, el diablo, a cambio de obtener el conocimiento absoluto y así poder satisfacer todos sus deseos mundanos. La narradora tiene un hermano llamado Fausto, el cual, a diferencia de todos sus hermanos, es el único que sabe hablar alemán y puede circular sin temor a ser apresado porque no parece un descendiente alemán por tener la piel oscura. Fausto además conoce la historia familiar porque el “padre había confiado en él, conversaba sólo con él, con Fausto, confiaba en él desde el principio, debido a su oscuridad” (Suárez 120–121).

Al parecer, Eugenio, quien se encuentra postrado en un “sillón de mimbre” teme correr una suerte semejante a la de Adolf Eichmann, uno de los principales responsables y organizadores del Holocausto que fue secuestrado en Buenos Aires en 1960, trasladado a Israel, donde fue juzgado por sus crímenes y ejecutado mediante la horca. A propósito, en este cuento se hacen varias alusiones a la horca como método de ejecutar los colaboradores del nazismo en la Alemania post-nazi. Por ese motivo, Eugenio, quien sabía que de haberse quedado en Alemania “lo hubieran ahorcado”, vivía recluido en un espacio liminal (una isla)[6] para que aquel individuo que lo llamaba por teléfono y le enviaba libros a su hija (la narradora) y conocía su pasado no pudiera encontrarlo ni a él ni a ninguno de sus descendientes. Pese a que la narradora da suficientes pistas para que podamos hacernos una idea de qué es lo que huye su progenitor, lo que deja de contar, añadido a lo poco que todavía se sabe de él, resulta suficiente para poder inferir que existe una verdad mucho más siniestra detrás de aquel anciano desvalido y alienado que se encuentra anclado en un “sillón de mimbre”. El “espacio [elíptico] de la historia verbal [como el de esta historia]”, argumenta Seymour Chatman, “es lo que […] incita al lector a crear en su imaginación (hasta el punto de que lo hace) en base de percepciones de los personajes y/o las informaciones del narrador” (112). Cuando buscamos una respuesta a la situación que se encuentra Eugenio y su familia, escondidos en aquella isla selvática, atemorizados de aquel sujeto “que sabía, que conocía el nombre Noth, el antiguo apellido, aquel con el que mi padre se había paseado por la fila de sus soldados” (Suárez 118–119), y que tal vez sabe dónde se encontraban, la bifurcación del espacio elíptico[7] y el liminal de esta historia actúan como un catalizador que incita al lector a construir sus propias imágenes y a sumergirse en el mundo ficticio y no narrado (la elipsis) por la autora. Esto motiva al lector a participar activamente en la interpretación. A partir de las pistas que ofrece la narradora, puede llenar los vacíos narrativos y reconstruir los hechos omitidos. De esa manera, el lector emplea las descripciones del entorno, las pistas, las emociones y perspectivas de los personajes, junto con las percepciones de estos y la información proporcionada por el narrador, para dar vida e imaginar su propia narración.

Por tanto, las deducciones expuestas anteriormente abren la posibilidad que el hombre misterioso que le envía libros a la narradora y llama preguntando por su padre la utiliza como un medio para llegar hasta Eugenio, y así poder “llevárselo a la justicia, a lo que el hombre podía creer que era la justicia: un tribunal, una pantomima, y la horca” (Suárez 118). Por todo lo que menciona la narradora, por la manera en que este personaje insiste en dar con ellos seduciéndola y agasajándola con libros, porque él sabe que ella quiere salir de la reclusión que se encuentra, se puede deducir que este cuento de Suárez trata sobre la historia de una urdimbre y una captura eventual. Pues se cuenta cómo un ejecutor de la justicia internacional localiza y atrapa a un criminal de guerra que emigró a Argentina “allá por el cincuenta” (Suárez 115). El final de la historia, vale aclarar, no narra la captura de Eugenio a lo Eichmann por un comando de agentes especiales israelíes. Sin embargo, la afirmación de la verdadera identidad de la narradora cuando responde a la llamada telefónica: “Habla Eva Noth, ¿quién habla?” (Suárez 124), es la ratificación que ella le ofrece a ese individuo misterioso para que los apresen de una vez. Esto le permitirá poder salir de ese espacio liminal donde se siente desorientada y suspendida entre dos identidades

Espacialidad liminal y peligro en “Jukebox” de Juan Carlos Martini

El desenlace que expone la identidad en el cuento de Suárez anticipa una preocupación similar en otro cuento argentino que combina el crimen, la memoria y la espacialidad ambigua: “Jukebox” de Juan Carlos Martini. Si en el relato de Suárez la isla funciona como escenario de reclusión y castigo familiar, en Martini en Cabo Pilar de Bayona -espacio ficticio, vigilado y liminal- simboliza también una zona de frontera donde convergen el anonimato, la violencia y el deseo. Ambas historias, aunque distintas en estilo y ambientación, muestran una estructura narrativa que articula el encierro físico con la evasión moral, y donde el espacio se vuelve determinante para la suerte de los personajes. En este sentido, pasar del análisis de “Eucaliptus muertos y quemados por el rayo” a “Jukebox” permite continuar examinando cómo la literatura argentina contemporánea usa la liminalidad espacial y la ambigüedad narrativa para repensar la justicia, el castigo y las identidades fragmentadas.

De todos los autores rosarinos y santafesinos que ejercen el género criminal, Juan Carlos Martini es, quizás, el más conocido. Sus novelas La vida entera (1981), encomiada por el propio Julio Cortázar al punto de escribirle el prólogo de su primera edición, mientras que Máquina de escribir (1996), Puerto Apache (2002), entre otras, cuentan entre sus obras más reconocidas y estudiadas. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de su colección de relatos Rosario Express (2007), la cual consta de cinco historias[8]. Una de las pocas críticas que menciona este trabajo, pero de una forma breve, es Liliana Tozzi, quien aduce que los relatos de Rosario Express se centran en la memoria, el tiempo y la relación entre la narrativa y la historia colectiva. Estos textos exploran nuevas formas estéticas, especialmente en el uso de la fotografía (Tozzi 180). Martina López Casanova aborda las ambigüedades y contradicciones de los personajes Norma Arrostito y Meme en el cuento “La colaboración”, cuestionando la categorización de traidora en Meme y los complejos vínculos familiares y personales en el contexto político. Según palabras del propio Martini, esta colección de relatos nació después que terminó su novela Colonia (2004):

En el 2004, 2005, 2006 empezaba novelas que, a pesar del entusiasmo inicial, a los dos o

tres meses se me caían. Tardé esos tres años en darme cuenta que, quizá lo que no funcionaba era que las ideas no daban para una novela, que eran ideas para formatos más cortos. A partir de 2006 empecé a pensar seriamente en escribir relatos. Esa es un poco la génesis de Rosario Express[9].

Estos intentos de novelas fallidas que más tarde se convirtieron en los cuentos que conforman esta colección sucedieron primero con “Jukebox”, la obra que se va a examinar a continuación: “el relato más breve de todos en este libro era, en principio, un proyecto de novela breve. Pero sobre todo “Jukebox”. Esa era la idea para una novela y fue la que más tardé en darme cuenta de que no era una novela”[10].

“Jukebox” trata de un corresponsal de la National Geographic llamado Mur, quien fue despedido por la situación financiera, política y social en la que se encontraba sumida Argentina. Mur recibe esta noticia mientras se dirige al pueblo de Salar del Hombre Muerto, en Antofagasta. La noticia de su liquidación no parece afectarle mucho porque como se comprobará más adelante, Mur tiene una bolsa llena de dinero para cumplir una misión que le fue encomendada: la venganza y rescate de una chica que fue secuestrada por Wolker, un criminal que posee una fortaleza en Cabo Pilar de Bayona. Mur logra penetrar en la casa vigilada de Wolker y lo mata con una pistola Glock que lleva consigo.

Desde el principio, el narrador informa que el contexto en el que toma lugar esta historia es a principios del siglo XXI: “Mur piensa que hasta el mes de enero del año 2002 casi todos creían que ese billete [de diez pesos argentinos] era un billete de diez dólares. Hoy vale tres dólares y ya nadie cree nada” (Martini 39). Este periodo en la Argentina que refiere Mur estuvo marcado por la crisis económica y morosidad en los pagos de la deuda externa, protestas y movimientos sociales, disputas políticas, polarización y nacionalización de empresas de control estatal[11] y la eventual elección del líder de izquierda Néstor Kirchner (2003-2007), seguido por su esposa Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015).

En su visita a un “poblado” o “barrio provisional” de las FARC (Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) colombiana, Albarracín, Montañez y Maya definen estos espacios liminales donde habitan los guerrilleros de la siguiente manera: “Esa 'ilusión de lo transicional” (Castillejo 2017, 1) tiene una doble connotación: por un lado, evoca una ‘apariencia’", una trampa o broma de los sentidos. ;, . El carácter transitorio y ambiguo de estos poblados, aunque se ubica en un contexto posterior al acuerdo de paz firmado entre las FARC y el Ejército colombiano en el 2016, refleja cómo los espacios liminales en zonas de conflictos y hostiles pueden presentar una apariencia engañosa y mortal para todo aquel intruso que la penetra. Pues por lo general, estos se encuentran en áreas selváticas y de difícil acceso en la Amazonía colombiana y sirven como refugios o bases de las FARC para llevar a cabo sus actividades militares y logísticas.

Si bien la ciudad costera e imaginaria Cabo Pilar de Bayona donde transcurre la trama de “Jukebox” dista de ser una zona de conflicto como los espacios descritos arriba, su condición liminal[12] y su apariencia engañosa de refugio seguro para los criminales que se alojan allí (Wolker, Runfeld, los tiburones) acaba tornándose en un espacio hostil y letal para ellos. Los espacios liminales, aunque pueden tener un potencial transformador y creativo, también pueden volverse hostiles y letales en determinadas circunstancias. Según Víctor Turner, “la liminalidad se compara frecuentemente con la muerte […], con la invisibilidad, la oscuridad” (102). Sin embargo, es importante señalar que Turner no considera que los espacios liminales sean intrínsecamente hostiles o mortales, sino que reconoce que ciertas circunstancias y dinámicas pueden generar esas manifestaciones negativas. En el caso de Cabo Pilar de Bayona, esta condición adversa del espacio que termina siendo mortal para los criminales como Wolker y Runfeld es real, pese a que el narrador no sabe exactamente por qué. Lo sucedido a los tiburones, los cuales quedan atrapados por diferentes circunstancias y terminan muriendo en la costa del pueblo, es un ejemplo simbólico que confirma la hipótesis planteada. La escena cuando “el hombre rubio” (Runfeld) irrumpe en el bar mientras Lucía Freire y Mur están jugando una partida de ajedrez “[y] marca con el caño del revólver un punto en el mostrador” (Martini 50), también es significativa por la manera en que tanto Lucía Freire como Mur manejan la situación. Ambos le dan el dinero que les exige Runfeld sin protestar y luego resumen su partida de ajedrez como si nada hubiese sucedido. Esta conducta impasible de Lucía Freire, quien en calidad de dueña del bar y de la posada en la que se aloja Mur y como lugareña de Cabo Pilar de Bayona, hace pensar que ella sabe cuál será el final de Runfeld. Mur, pese a ser un forastero o turista que está de paso por el pueblo, capta esta certidumbre de su anfitriona y entre los dos se establece una complicidad reticente.

La manera que Lucía y Mur establecen esta complicidad es mediante el ajedrez: “Lucía Freire había sonreído. Enseguida puso un tablero entre ellos y, junto al tablero, una caja con los trebejos” (Martini 45). En líneas generales, el ajedrez puede ser interpretado como una poderosa herramienta simbólica que impulsa el desarrollo de habilidades cognitivas y estratégicas que resultan aplicables en entornos hostiles y remotos, como es el caso de Cabo Pilar de Bayona. Más que un simple juego, el ajedrez ofrece una plataforma de comprensión y confrontación ante la complejidad, la incertidumbre y los desafíos inherentes a un espacio adverso. Después de perder la primera partida con la dueña del bar, Mur “supo, en pocos movimientos más que Lucía Freire no cometería errores de principiantes” (Martini 46), como le había ocurrido a él. Esta destreza que Lucía demuestra en el ajedrez resulta emblemática porque refleja su conocimiento del entorno, de las personas que lo habitan y también de aquellas que lo frecuentan: turistas, maleantes y cazadores de recompensas o detectives de ocasión como demuestra ser Mur. Lucía es consciente de la ausencia de estructuras y reglas que pueden existir en espacios liminales como Cabo Pilar de Bayona. Esta suspensión de las estructuras sociales y las normas establecidas, que son rotas sin el menor recato por individuos como Wolker y Runfeld, quien la asalta a ella y a Mur sin temor de las consecuencias, dan lugar a un vacío de autoridad y a una falta de control. Sin embargo, esta misma ausencia de reglas claras y la pérdida de la normalidad conducen a comportamientos agresivos y peligrosos, lo cual también propiciará la muerte de estos criminales a mano de los vengadores de sus víctimas.

La actitud arriesgada de Mur al penetrar en la fortaleza de Wolker, donde se encuentran Runfeld y Wolker desnudos viendo una película porno homosexual, contiene rasgos de la teorización que hace Tzvetan Todorov de la novela negra, en donde “todo es posible, y el detective arriesga su salud, cuando no su vida” (3). Pues Mur, pese a saber que la casa de Wolker tiene cámaras en varios ángulos, decide penetrarla a riesgo de ser observado y emboscado. Es cierto que “[l]a mujer se lo ha dicho. No hay ni cámaras ni alarmas ni perros” (Martini 56), pero Wolker está con “un tipo que vende drogas en Mar del Plata” y “[l]a cámara incrustada en el portero eléctrico es como el ojo en miniatura del tiburón: no refleja lo que ve” (Martini 57). O sea, que Mur no tiene la total seguridad de que lo que le dice la mujer es del todo cierto. Por suerte, Runfeld ya está muerto a causa de una sobredosis de cocaína cuando Mur enfrenta a Wolker, a quien le recuerda haberse conocido en Catamarca, cuando Mur “venía del Salar del Hombre Muerto” (Martini 58). Allí fue donde Mur vio a una chica de 14 años que fue obligada a subir a la camioneta de Wolker. Después que Wolker trata de razonar con Mur y ofrecerle dinero el segundo le asesta tres tiros mortales.

La escena antes descrita (Runfeld y Wolker desnudos viendo una película porno homosexual) también abre un campo de interpretación en torno a la representación de la sexualidad criminalizada. En este sentido, el hecho de que ambos rufianes sean mostrados desnudos y viendo pornografía homoerótica introduce una tensión queer que subvierte la lógica heteronormativa de muchos relatos policiales. La exposición de la intimidad homosexual entre Runfeld y Wolker, en un contexto de crimen y decadencia moral, recuerda los planteamientos de Osvaldo Di Paolo-Harrinson, quien en Queer noir hispánico (2018), le dedida una sección a Franco Dumas, el villano de la novela Franco demente (2010) de Rodrigo Muñoz Opazo, en el capítulo “Asesinos seriales homosexuales” (93-109) . Este individuo se convierte en asesino serial por una combinación de trauma, rechazo homofóbico, represión sexual y deseo de venganza contra el modelo familiar tradicional, al que responsabiliza por su sufrimiento emocional y exclusión social. Tampoco sería desacertado añadir que Franco encarna el estereotipo del “homosexual asesino” que oculta o proyecta su sexualidad reprimida en actos de violencia. Esta queerización del mal, además de remitir a personales gay clásicos de la literatura y el cine como Tom Ripley de Patricia Highsmith, Buffalo Bill en la película El silencio de los corderos (1991), representa una masculinidad perversa que mezcla deseo no normativo, poder y violencia. Wolker, vinculado al abuso de menores y a la trata de mujeres, personifica, precisamente, esta articulación inquietante entre sexualidad desviada y ejercicio destructivo del poder. El hecho de que su acompañante esté muerto por sobredosis tras compartir ese espacio sexualizado y liminal, suma a la escena un aire de patología y clausura que alude a los códigos de representación del homosexual como figura trágica o corrupta-lo cual, sobre todo la última descripción, no deja de ser binaria. Otra posible interpretación de este encierro es que lejos de ser solo un escondite criminal, funcione como un espacio de deseo oculto y liminal que subvierte la norma heteropatriarcal del género policial clásico, tradicionalmente dominado por detectives duros y relaciones masculinas asépticas.

El pueblo imaginario de Cabo Pilar de Bayona, donde la espacialidad liminal desempeña un papel fundamental y aparenta ser un refugio seguro, se vuelve hostil y letal para los criminales involucrados en la trama. La suerte de los tiburones que terminan pereciendo en la costa de este lugar resulta simbólica por la alusión que hace del final que les espera a depredadores como Wolker y Runfeld. El ajedrez, otro elemento simbólico de esta historia, es utilizado por Lucía Freire como herramienta estratégica para comprender a las personas con las que trata y enfrentar los desafíos en estos entornos hostiles. La actitud arriesgada de Mur a la hora de enfrentar a los criminales que es, según Todorov, una de las características de la novela negra, también están presentes en la trama. En última instancia, este relato de Martini plantea interrogantes sobre el poder transformador y peligroso de los espacios liminales en situaciones de conflicto. En el caso de “Jukebox”, la ausencia de normas sociales que explotan los criminales en estos espacios liminales para evadir la responsabilidad de sus acciones se torna en su contra y demuestra ser fatal.

Perspectivas finales

Este ensayo ha demostrado cómo Patricia Suárez y Juan Carlos Martini, mediante el uso narrativo de la elipsis y la liminalidad, subvierten las convenciones del relato policial para tratar temas complejos como la identidad, la memoria histórica y la justicia. Al entrelazar espacios ambiguos, silencios y personajes en tránsito, ambos autores proponen una relectura del crimen como síntoma de tensiones sociales más complejas. Dicho esto, el aporte de este análisis reside en mostrar cómo estos relatos, por lo usual periféricos respecto al canon, aportan estrategias formales y éticas que los vinculan tanto con la tradición literaria argentina como con debates contemporáneos sobre la postdictadura y la disidencia. De esa manera, queda abierto el camino para futuras investigaciones que comparen estos mecanismos con los de otras narrativas latinoamericanas, y que profundicen en cómo el género policial puede seguir funcionando como vehículo crítico ante memorias inconclusas o reprimidas.


  1. En la literatura argentina y chilena de los años 70, especialmente durante la última dictadura (1976–1983), se encuentran múltiples ejemplos de esta escritura “entre líneas”. Algunos de los más destacados incluyen: Rodolfo Walsh: Carta abierta de un escritor a la Junta Militar (1977); Tomas Eloy Martínez: La novela de Perón (1985); Ricardo Piglia: Respiración artificial (1980); Luisa Valenzuela: “Cambio de armas” (1982); Manuel Puig: El beso de la mujer araña (1976); José Donoso: Casa de campo (1978); Diamela Eltit: Lumpérica (1983).

  2. Se trata de las potencias aliadas que durante la Segunda Guerra Mundial se unieron para combatir a Alemania, Italia y Japón. Este bloque de países occidentales lo conforman Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Francia, Bélgica, Países Bajos, Noruega, Australia, Nueva Zelanda.

  3. Las obras que componen esta trilogía escrita en 2002 son Las historias tártaras, La Varsovia y La señora Golde.

  4. Una de las posibles causas por la que Perón permitió la entrada de criminales nazis durante su presidencia, pudo ser la influencia por las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña. La disputa por las Islas Malvinas, en el Atlántico Sur, generó tensión entre ambos países. Perón reclamó la soberanía argentina sobre las islas y promovió una postura nacionalista para unificar a la población. Aunque presentó el reclamo ante la ONU en 1952, el conflicto no se resolvió durante su gobierno. El enfrentamiento armado con el Reino Unido ocurrió en 1982, después de su fallecimiento, resultando en la derrota de Argentina.

  5. Esta acción, que tuvo lugar en la Plaza de la Ópera de Berlín y otras 21 ciudades universitarias, marcó el inicio de la persecución sistemática de escritores judíos, marxistas, pacifistas y otros opositores al régimen nazi, fue el resultado de la toma de poder del régimen en marzo de 1933.

  6. La autora se refiere a la vida en la isla en estos términos: “Somos fantasmas que cruzan esta maldita isla, abriéndose paso a machete, macheteando una vegetación que nos encierra como en una cárcel” (Suárez 122).

  7. Lo que yo llamo el espacio elíptico en esta historia está conformado “elipsis implícitas”, que según Genette son “aquellas cuya propia presencia no aparece declarada en el texto y que el lector sólo puede inferir de alguna laguna cronológica o soluciones de continuidad narrativa” (162). Esta “laguna cronológica” se da en este cuento porque la narradora omite fechas y sucesos y utiliza la técnica retrospectiva de una forma, aunque no caótica, tampoco ordenada.

  8. Los relatos que conforman esta colección son “Materia dispuesta”; “Jukebox”; “La colaboración”; “La forma del tiempo” y “Rosario Express”.

  9. Ver “Sobre la ciudad representada” de Fernanda González Cortiñas,https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/12-10860-2007-10-28.html.

  10. Ver “Sobre la ciudad representada” de Fernanda González Cortiñas, https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/12-10860-2007-10-28.html

  11. Ver “Seis años de nacionalizaciones forzosas en América Latina” de Soledad Maradona, https://cincodias.elpais.com/cincodias/2012/05/04/empresas/1336298336_850215.html

  12. En un fragmento del cuento se lee: “En la ventanita de búsqueda de Google [Mur] escribe: Cabo Pilar de Bayona. Entonces comprueba que ese sitio no tiene lugar en internet” (Martini 42).