Pensar la comunidad, que es pensar el afuera del sí-mismo y la aparición del entre que nos vuelve nosotros y otros a la vez, es una tarea sin duda de la escritura.

Cristina Rivera Garza, Los muertos indóciles (2013).

En este trabajo me propongo examinar los elementos transnacionales de la novela Después del invierno de la escritora mexicana Guadalupe Nettel (1973) como una forma de dilucidar la visión que ofrece del orden global en que se despliega la trama. Específicamente, me propongo explorar, a partir de una discusión de los espacios heterotópicos (biblioteca, habitación extranjera, hospital y cementerio), la manera en que la novela propone un orden alternativo al de la globalización capitalista; en particular en lo que se refiere a sus efectos en el mercado literario, las relaciones personales, la experiencia subjetiva en tiempos globales y la sociabilidad. En la lectura que propongo, la figura del cementerio —y otras metáforas funerarias— funciona como contrapunto a esta sociedad global de mercado.

Para el análisis ético, estético y político de la novela que propongo recurro a un corpus crítico heterogéneo que enfoca los dilemas del presente desde diversos ángulos. Michel Foucault ayuda a dilucidar los espacios heterotópicos en que se mueven los protagonistas; el sociólogo Zygmunt Bauman explicita los dilemas de la subjetividad en la fase actual de la modernidad (a la que él llama “líquida”); el académico y poeta polaco Tedeusz Slawek, a partir de una lectura ontológica del cementerio —uno de los espacios heterotópicos por excelencia—, sugiere una salida ética al aislamiento individual en el presente; y el filósofo italiano Roberto Esposito, en el mismo sentido, aclara la dinámica entre inmunidad (protección del individuo) y comunidad (apertura hacia los otros) que se despliega en la novela. Para abordar el ámbito estético, recurro a Mariano Siskind y a Cristina Rivera Garza que ayudan a explorar las condiciones de la escritura en los tiempos que corren: fin del mundo para el primero y necropolítica para la segunda. Cierro con una referencia intertextual —que vuelve sobre el tema del espacio con que abro el artículo—, a la obra de George Perec, cuyas reflexiones sobre “lo infraordinario” permiten a la protagonista una reapropiación del espacio social a través de la observación literaria que proponía el autor francés.

Después del invierno se estructura a partir de las narraciones alternadas de los protagonistas en sus residencias extranjeras. Cecilia, originaria de Oaxaca, México, se encuentra en París cursando estudios de posgrado en literatura. Claudio, aunque reside en Nueva York, mantiene una cercanía emocional e intelectual con París, donde también estudió un posgrado a su salida de Cuba. Claudio mantiene una relación superficial con Ruth, una norteamericana acomodada mayor que él. Cecilia establece amistad con Tom, un vecino de su edificio a quien le une una atracción naciente y una fascinación por la literatura y los cementerios. Ambos narradores se conocen en París gracias a una amiga en común. Desde ese primer encuentro, Claudio y Cecilia tienen un breve y fallido romance, al término del cual, Cecilia se entrega al cuidado de Tom, quien sufre de una enfermedad terminal, mientras Claudio trata de recomponer su vida con ayuda de un tratamiento psiquiátrico y participando en maratones internacionales, hasta que termina seriamente herido en la explosión de Boston de 2013.

Desde el comienzo, la acción narrativa se espacializa. Por un lado, y de manera más evidente, la trama se despliega en una geografía transnacional que tiene como polos, como he dicho, Nueva York y París, pero que incluye referencias a La Habana, Oaxaca, Sicilia y Barcelona. Esta geografía alude a la movilidad fluida de personas en la globalización neoliberal. Sin embargo, al interior de estas coordinadas internacionales, y refutándolas, como discutiré más adelante, la novela se articula a partir de varios espacios heterotópicos en tornos a los cuales se estructuran las propuestas más transgresoras de la novela: el cementerio, la biblioteca, la habitación extranjera y el hospital. De estos espacios, el más importante es el cementerio por su carga de sentido, y es frente a él que el resto guarda una relación de dependencia.

En su clásico ensayo “Of Other Spaces” (1984), Foucault observa que la forma de vida contemporánea tiene lugar en una serie de espacios heterogéneos que establecen relaciones entre sí, pero no se confunden ni yuxtaponen. Cada uno responde a una serie de relaciones que permiten definirlos y clasificarlos; por ejemplo, los lugares de recreo temporal (cafés, cines, playas) o lugares de descanso (la casa, la habitación, la cama). Hay lugares, sin embargo, que contradicen a aquellos otros con los cuales están relacionados, a estos últimos los llama utopías y heterotopías. En el primer caso, se trata de espacios irreales en donde se presenta una versión mejorada de la sociedad actual. Los segundos espacios son cruciales para Foucault porque son reales y, aunque integrales al orden social, están distanciados de él: el cementerio es el caso más paradigmático. Las heterotopías para Foucault son, pues, sitios donde todos los otros lugares están representados, pero al mismo tiempo refutados e invertidos. Algunos de los ejemplos de espacios heterotópicos que Foucault menciona son los internados, teatros, cines, jardines, museos, bibliotecas, festivales, cuartos de motel, colonias, burdeles, botes, etc. Cada espacio opera según una lógica propia; en algunos casos se trata de la superposición de diversos lugares en uno solo (teatro, jardín); en otros, la heterotopía se vincula con una noción temporal, como en el museo o la biblioteca, donde se acumulan y archivan diversas épocas históricas. La función de la heteropía puede cambiar en diferentes momentos históricos, como en el caso del cementerio, que fue relegado del centro de las ciudades medievales a los suburbios en el siglo diecinueve, cuando la muerte perdió su condición sacra y comenzó a asociarse a la mera descomposición de un cuerpo y, por tanto, se asoció también a la enfermedad y al contagio (25).

En los estudios literarios, la manera en que se ha entendido el concepto de heterotopía de Foucault es, sobre todo, como espacio de otredad y de resistencia, dado que establece un contrapunto crítico al espacio hegemónico. Sin embargo, lecturas recientes del concepto apuntan a que, dado que la heterotopía no tiene una “agenda” determinada, más que resistir el orden dominante, funciona para visibilizar el orden de cosas existentes y proponer formas alternas de ordenamiento (Dennis 171). La manera en que entiendo la heterotopía en mi lectura de Después del invierno es precisamente como el planteamiento de nuevas formas de ordenamiento: en primer lugar, en relación con el mercado literario mundial y, en segundo, en relación con las maneras de estar juntos en las condiciones actuales de globalización.

Comienzo por discutir el espacio de la biblioteca porque alude al pasado nacional, al punto de partida, de estos dos narradores latinoamericanos instalados en dos metrópolis de influencia global. En las reminiscencias que hacen los narradores de sus años de formación en La Habana y Oaxaca se cuelan referencias a la importancia que jugaron dos bibliotecas en sus vidas. Claudio recuerda los años en que tuvo acceso a la biblioteca de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba) con una identificación falsa que le regaló su amigo Mario: “Esos dos años fueron clave en mi formación” (51). Cecilia, desde su estancia parisina, recuerda también con afecto otra biblioteca emblemática:

En esa época, el pintor Francisco Toledo donó su biblioteca a la ciudad y creó una sala de lectura dentro de un edificio antiguo y monacal que a la vez resultaba extrañamente acogedor, situado a pocas cuadras de mi casa. Aquel lugar se convirtió en mi refugio. Ahí descubrí a los principales escritores latinoamericanos pero también a muchos traducidos de otras lenguas, sobre todo del francés. Leí con ahínco a Balzac y a Chateaubriand, a Théophile Gautier, Lautréamont, Huysmans y Guy de Maupassant. Me gustaban los cuentos y las novelas fantásticas, especialmente si estaban situadas en algún cementerio. (23, subrayado mío)

En ambos casos, se trata del recuento de una pérdida, como si la salida del país propio no fuera tan traumática como la separación de este lugar primordial para sus vidas. En un artículo sobre la nueva generación de escritores cubanos, que comenzó a publicar al comienzo del siglo XXI, Rafael Rojas nota de manera perspicaz que, para esta generación, enfrentada al “tambaleo de la ciudad letrada”, la biblioteca es una de las instituciones más invocadas, “en un duelo letrado que implica, a su vez una reinvención del libro como artefacto de la cultura”. En el caso de los narradores de Después del invierno se trata de un doble duelo: derrumbe de la ciudad letrada y fin de sus identidades nacionales[1]. Pero es justo en esa “reinvención del libro”, a que alude Rojas, que la imagen de la biblioteca se vuelve ampliamente productiva, dado que se convierte en un elemento central en la constitución de un orden alterno al de la globalización. En tanto que espacio separado del mercado —y del mercado literario más específicamente— la biblioteca (y el estante, como veremos más adelante) actualiza la confrontación entre lo que se percibe como la permanencia (“solidez” para Bauman) de la cultura del libro y la disolución generalizada en la globalización[2]. De esa manera la figura de la biblioteca se articula en un espacio heterotópico generador de sentido, dado que en torno a esas bibliotecas familiares de los protagonistas aparecen referencias literarias que arrojan luz sobre lo que considero una de las propuestas centrales de la obra: la reinvención del lenguaje como forma de hacer legible la experiencia del fin del mundo y la refundación de la comunidad global neoliberal bajo la premisa de la solidaridad. Me refiero en concreto a la tradición literaria francesa, aprendida por Cecilia en la biblioteca oxaqueña y, aún más específicamente, a la apropiación de la obra de Georges Perec, encontrada en el estante de su amigo Tom en París.

El segundo espacio que me interesa discutir es el de las habitaciones de los narradores en el extranjero, que comparten la idea de “refugio” con la biblioteca, pero se aproximan más a la semiótica de la tumba y el cementerio. Las primeras palabras de Claudio, y de la novela, se refieren precisamente a su lugar de residencia: “Mi departamento está sobre la calle Ochenta y siete en el Upper West Side de la ciudad de Nueva York. Se trata de un pasillo de piedra muy semejante a un calabozo” (15). El sentido de reclusión que evoca la palabra calabozo se irá precisando a lo largo de su relato, a partir de una descripción física de su departamento y de los valores personales (y afectos) con los que lo asocia. Nos dice, por ejemplo, que no tiene ventanas a la calle sino al muro del edificio contiguo y que lo mantiene siempre “limpio, aislado y protegido” (18). Claudio establece una relación simbiótica con su departamento en la que él lo limpia y cuida, y aquel le sirve de protección, de refugio frente a los otros y frente a la “ciudad enloquecedora” (16). Allí, dice, cumple una “rutina establecida y sobre la cual descansa mi existencia” (18). Más adelante, hace explícita la importancia psíquica que ha tenido su departamento en su residencia extranjera: “He conseguido preservar mi intimidad todo lo necesario para sentirme tranquilo . . . [Preservar mi departamento] de cualquier intruso es mi manera de honrar mi santuario y convertirlo —la imagen me gusta muchísimo— en el panteón donde me gustaría ser enterrado para la eternidad” (76).

Los temas del aislamiento y la muerte, y la morada como imagen de protección frente al exterior (y como sepulcro), son constantes en la narración de Claudio. Esta actitud del narrador sugiere la dinámica que ha planteado Roberto Esposito entre inmunidad y comunidad en la sociedad contemporánea: “. . . si la comunidad determina la fractura de las barreras de protección de la identidad individual, la inmunidad constituye el intento de reconstruirla en una forma defensiva y ofensiva contra todo elemento externo capaz de amenazarla” (104). Para Esposito la inmunidad es importante como resguardo de la identidad individual, pero llevada a un extremo impide abrirse a los otros (comunidad) y conlleva el peligro de perder la libertad y el sentido de la existencia (104).

Cecilia también asocia la casa y habitación con la idea de refugio, aunque no de manera tan acusada como en el caso de Claudio. La casa de su abuela en la ciudad de Oaxaca, donde pasó su infancia, era “una villa antigua con patio interior y una fuente”, y donde sus tíos la “llenaban de atenciones” (20). Sin embargo, la posible serenidad que da una casa iluminada y espaciosa, y de una familia afectiva, le es negada a Cecilia por el abandono temprano de su madre y la prohibición de acceder al patio de la casa. Ambas circunstancias se entrelazan en la conciencia infantil de la protagonista que percibe el abandono materno como un “estigma” y la prohibición como “una idea fija” (21). Al descubrir una tumba en el jardín, razón por la cual no le permitían el acceso, Cecilia convierte ese lugar en su sitio predilecto de la casa, una suerte de refugio, que termina por convertirse, en su imaginación, en la tumba de su madre ausente. Queda así completada una operación psicológica muy importante en la novela: las tumbas, cementerios e imágenes funerarias en general se volverán un símbolo y sucedáneo no solo de la muerte, sino de las pérdidas personales de todo tipo (casa, país, familia, vocación, etc.)[3]. A partir de esa asociación inicial, Cecilia desarrolla un interés personal y literario por la muerte: comienza sus visitas recreativas a cementerios locales con amigos “góticos” y lee autores que han abordado temas fúnebres en sus obras. Finalmente, antes de su salida de México, cae en una suerte de estado melancólico: “Sin embargo, en esa misma época todo fue perdiendo interés a mis ojos, incluidas las novelas y mis nuevos amigos. Si antes hablaba poco, ahora me refugiaba en un mutismo y un desgano general que alarmó a mi familia aún más que mis estrafalarios amigos” (24). Ya en París, Cecilia vuelve a establecer la conexión entre el espacio privado, visto como refugio, y la presencia simbólica de la muerte:

Era el comienzo del otoño y los árboles estaban llenos todavía de hojas verdes y anaranjadas. Eso fue lo que vi la primera tarde, al asomarme por las ventanas. Tras la cortina de hojas, se extendía el vasto cementerio. Aquel paisaje no sólo me pareció una fortuna sino una señal. En todo París no podía haber un departamento más adecuado a mi persona. (42)

Entregada a una pasividad que se asemeja a una deserción del mundo de los vivos, Cecilia pasa los primeros meses de su residencia en París recostada en su cama escuchando los ruidos que hacen los otros habitantes del edificio, renunciando a la limpieza personal y doméstica, contemplando los funerales en el cementerio de enfrente. Desde esa ventana es testigo del tránsito de la vida a la muerte: “La gente se muere, deja su nombre escrito sobre una lápida, sus vidas cesan de correr en línea recta. Desaparece el cuerpo y con él su rutina, sus necesidades, pero quedan una infinidad de pruebas” (69). Así, el cementerio, dice, se convierte en su “mayor fuente de distracción y aprendizaje” (68).

Para estos narradores —que han elegido vivir en una casa imaginada como un mausoleo, en el caso de Claudio, y establecer un apego con su departamento por la vista al cementerio que le ofrece, en el de Cecilia— ha sido difícil entablar relaciones con los vivos en sus residencias extranjeras. A decir de Zygmunt Bauman, la globalización neoliberal ha promovido, entre otras consecuencias políticas y económicas, condiciones laborales precarias, una desarticulación de los espacios cívicos, el debilitamiento de los lazos personales y ha disociado al individuo de su entorno social. En esa condición de aislamiento, reclusión, incomunicación y repetición mecánica de las actividades diarias, está ya delineada la “fenomenología del cementerio”, como la entiende Tadeuzs Slawek. Para él, el cementerio, aunque se trate de un lugar emplazado a menudo en la periferia, tiene una función fundamental para la vida de la polis y encarna un saber a menudo ignorado, pero necesario para la vida moderna; no solo porque supone el confinamiento de los difuntos como garantía de la continuación de la vida (individual y colectiva) fuera de él, sino porque da una lección sobre la constitución de la comunidad democrática moderna (42). El cementerio, como lugar aislado e inhóspito, donde la complejidad de la vida ha sido reducida a un epitafio y a dos fechas (nacimiento y muerte) lacónicas, tiene que enseñar precisamente lo que hace falta en la vida moderna para no vivir como “enterrados vivos”: por un lado, la transmisión social de la experiencia entre los vivos y, por otro, hacer legible el testimonio de los muertos, para que esas muertes tengan un sentido para la vida:

. . . the cemetery and its phenomenology disclose the hidden separateness of human individuals, and the radical reduction of datings of human existence uncannily accentuates the fact that the modern individual lives “buried alive”, unable to share his/her existential experience, and even his/her drastically limited epitaph will be an unreadable hieroglyphic. (47)

El cementerio, a decir de Slawek, tiene entonces que enseñar a los vivos nuevas formas de “estar juntos” y a repensar, desde su quietud y silencio, la comunidad humana y sus problemas (50).

Las narraciones de ambos protagonistas dejan, pues, claras sus dificultades para relacionarse y comunicarse con los otros. Su soledad, reclusión e incomunicación los convierten, en los términos de Slawek, en “enterrados vivos”. Examinemos ahora sus escasas relaciones con los otros. En el caso de Claudio, una gran parte de su narración se enfoca en su relación con Ruth. A pesar de que no se imagina una vida en pareja con ella, Ruth tiene una gran virtud para Claudio, que consiste en actuar de una manera en que no altera la serenidad y el orden con que ha decido llevar su vida transterrada. Ruth acepta las reglas de Claudio: nunca lo llama por teléfono ni a casa ni a su oficina, al contrario, espera a que sea él quien se ponga en comunicación con ella, no va a su departamento y, lo más importante, no le exige reciprocidad emocional. Los encuentros que tienen son siempre en el lujoso departamento de Ruth en Tribeca, donde le ofrece cenas costosas que terminan con encuentros sexuales dictados siempre por Claudio, después de los cuales regresa a su departamento. Y allí, en el estricto orden y extrema limpieza con que lo cuida, Claudio recupera el aislamiento y la disciplina que ha elegido como forma de vida[4].

En el caso de Cecilia, desde su llegada, hizo un intento por integrarse a la vida de su barrio: “Poco a poco había ido descubriendo la curiosa ubicación de mi edificio” (60). Sin embargo, la actitud “antisocial” de los parisinos la desanima y su intento de integrarse a la vida del barrio y la ciudad fracasa: “En vez de acogerme como a alguien merecedor de ella, la ciudad me hacía víctima de su contundente rechazo. Como si en algún tribunal invisible se hubiese decidido que no era digna de vivir ahí” (64). En la universidad, los otros estudiantes de literatura y los profesores no tienen ningún interés en relacionarse entre sí. El grupo de amigos que le presenta Haydée, una estudiante franco-cubana que conoce fortuitamente (y quien más tarde la presentará a Claudio en París), le resulta insulso en su obsesivo interés por las dietas, los trucos de belleza y la vida nocturna[5]. Razón por la cual vuelve al aislamiento, a la reclusión en el departamento parisino donde lleva una vida reducida a “un estado fantasmal” (66). En esos meses de otoño e invierno, escribe desganadamente su tesis de posgrado y, sobre todo, escucha la radio, que se vuelve su forma de estar conectada con el exterior.

La inercia en que vive Cecilia es interrumpida por Tom, un vecino de su edificio, que se queja del ruido que produce la radio todo el día. A partir de ese momento, el único interés de Cecilia será la vida de Tom, quien, del otro lado de las paredes de su departamento, lleva una vida llena de una rutina cumplida impecablemente. A Cecilia le deslumbra el encuentro con Tom, un sujeto “fronterizo” como se describe él mismo, por sus orígenes italianos, su larga experiencia neoyorquina y su estancia definitiva en Francia (87). Sin embargo, la fascinación y el enamoramiento de Cecilia por Tom sufren un revés cuando éste decide hacer un viaje, sin regreso definido, a Sicilia, durante el cual no tiene ningún tipo de comunicación con ella. Más tarde, a través de los amigos de Tom, descubre que éste sufre una enfermedad terminal y ha ido a Sicilia a visitar el cementerio donde ha comprado un nicho en el que desea sean depositados sus restos. Es Tom quien, como veremos, ayudará a Cecilia a convertir su fascinación por los cementerios y su condición de “enterrada viva” en una lección sobre el presente.

Cecilia encarna el escenario de la globalización que Zygmunt Bauman ha descrito muy bien, en el cual la desorientación de los individuos contemporáneos, como hemos mencionado, los lleva a preguntarse por sí mismos, por su historia personal, los accidentes de su biografía y, sobre todo, los lleva a buscar la manera de convertir su propia vida y su cuerpo en proyectos individuales de transformación, sin pasar por las señas tradicionales de la identidad nacional (Kristal 115)[6]. Para ella, la inercia, la soledad, el aislamiento y la desorientación en que vive la llevará a tratar de recomponer los fragmentos de su vida en torno a su nueva relación con Tom. Resumo brevemente la recomposición de su identidad que se narra en la segunda parte de la novela, el intento por salir del paradigma de la inmunidad y acercarse al de comunidad, en los términos de Esposito. Al principio de ese proceso, la cercanía a Tom, su exposición a la visión extrema de la literatura que defiende, le permitirá a Cecilia elaborar un aprendizaje sobre las posibilidades que la literatura de los muertos (Perec en particular) ofrece para entender y, sobre todo, fijar y formalizar, el presente de la globalización neoliberal en que se ve inmersa. Es decir, a partir de la exploración de la obra de Perec, concibe una forma de reconfigurar el espacio, los espacios de la cartografía fúnebre en que ha vivido, para dotarlos de sentido para ella y para su entorno. Más adelante en el proceso, sobre todo a partir de su experiencia de acompañamiento durante la enfermedad de Tom, terminará por asumir la lección de la muerte y el cementerio, como la entiende Slawek, es decir, aprenderá que el paso de Tom al espacio de la muerte tiene que activar, en la vida de Cecilia, las enseñanzas del cementerio que consisten, sobre todo, en recomponer el sentido de comunidad de los vivos.

Comienzo el análisis más detallado de este proceso a partir del intercambio literario entre Cecilia y Tom. Sabemos que Cecilia tiene un interés en obras literarias francesas, “especialmente si estaban situadas en un cementerio” (23). En sus conversaciones con Tom, esa mera fascinación por las imágenes fúnebres es contrastada con una apuesta más radical sobre el valor literario: durante sus caminatas de la librería donde trabaja Tom al edificio donde viven, éste le sugiere a Cecilia leer solo las obras diez años después de muertos los autores (193)[7]. Digo que la apuesta es radical porque no responde a las actuales dinámicas del éxito comercial asociado con el prestigio literario y, por tanto, es de alguna manera una impugnación del mercado literario. En ese mismo sentido se puede leer el estante de Tom, o más precisamente deberíamos decir, su colección literaria, perfectamente curada, de autores muertos y enterrados en Père Lechaise: esta ética de la lectura proyectada hacia la muerte, fuera de la lógica de la ganancia económica, emplazada en el espacio de lo local, es también una refutación del mercado literario global. Es verdad que la muerte física del autor no descarta el éxito comercial de su obra, como lo ilustra la popularidad actual de la obra de Roberto Bolaño[8]. Sin embargo, la ética de lectura que propone la novela apunta al intento por escapar a la lógica del éxito y consagración literarios para hacer de la literatura, en cambio, un instrumento útil en la reinserción de la narradora en los problemas del mundo. La propuesta se aprecia mejor vista desde las reflexiones de Mariano Siskind sobre la literatura en el fin del mundo y de Cristina Rivera Garza sobre la escritura en tiempos de necropolítica, la cual, como apuntaré más adelante, intenta socavar la noción del autor propietario de su obra, base del prestigio y la consagración literarios.

Mariano Siskind ha llamado el fin del mundo no solo al estado actual del mundo a causa de las crecientes crisis ecológicas —y sanitarias—, la persistencia de las guerras y el terrorismo, el desplazamiento de refugiados, el ascenso del autoritarismo, etc., sino también, y acaso aún más relevante para la literatura y el arte, a raíz de la disolución del entramado simbólico de la modernidad que hacía pensable la idea de progreso, justicia universal y emancipación (9). En el fin del mundo la idea del cosmopolitismo ilustrado y altruista, sustentado en la idea de la ciudadanía mundial, ha sido sustituida por un sentimiento generalizado de pérdida que vuelve utópica la posibilidad de transformación (208). En este contexto, Siskind se pregunta sobre el arte y la literatura necesarias para hacer legible el fin del mundo. A partir de una lectura del cuento “El Ojo Silva” de Roberto Bolaño, el crítico sugiere que las incesantes lágrimas del fotógrafo chileno exiliado, protagonista del cuento, ante la repentina e inexplicable muerte de sus hijos adoptivos, a quienes había rescatado de un burdel en la India, ilustran el dolor y la violencia del presente que vivimos. Los personajes de Bolaño, “cosmopolitas fallidos, abyectos y ciegos” hacen visible, según Siskind, un sentimiento universal de desarraigo y duelo ante la pérdida del mundo y las promesas modernas de progreso, liberación y justicia (206).

En Después del invierno, Claudio parece responder más al perfil de “cosmopolita fallido, abyecto y ciego” que destaca Siskind en la obra de Bolaño, sin embargo, ambos narradores protagonistas encarnan el sentimiento de pérdida y desamparo del fin del mundo; son enterrados vivos, emplazados en habitaciones-mausoleos, contemplando el cementerio, habiendo perdido todo, incluido el futuro. Aunque en las condiciones de fin del mundo, la literatura y el arte no ofrezcan salidas claras, pueden ayudar a vislumbrar los contornos del sentimiento generalizado de pérdida que lo caracteriza. El gesto de Cecilia de leer la colección de autores muertos de Tom, lectora en duelo, se acerca a esa perspectiva dolorida y melancólica que Siskind encuentra en la obra de Bolaño, y que acaso sea la única capaz de asumir plenamente el sentimiento de pérdida y desamparo que caracteriza al fin del mundo, y sopesar la gravedad del problema. De hecho, Siskind confirma este vínculo estético entre la obra de Bolaño y Nettel al incluirlos en un corpus latinoamericano “in which the end of the world is experienced, resisted and survived” aun cuando, aclara, “there is nothing particularly, exceptionally Latin American about the end of the world” (216, énfasis en el original)[9].

Por su parte, para Cristina Rivera Garza, la escritura del presente, la escritura que quiere definirse frente a su época, tiene que dar cuenta de lo que significa escribir rodeados de muertos —en particular en contextos como el mexicano de principios del siglo XXI—, pero también tiene que buscar formas de escapar a los designios instrumentales de la globalización en el terreno de la cultura. Rivera Garza se refiere, en particular, como hemos mencionado, a los mecanismos tradicionales del prestigio literario, como la autoría individual, que garantiza, entre otras cosas, la noción de propiedad. Como alternativa a la idea de la literatura como propiedad, Rivera Garza propone una escritura desapropiada, que supone la muerte del autor individual y conduce a una práctica literaria en comunidad o, mejor dicho, en lo que ella llama, siguiendo nociones mixes de sociabilidad, comunalidad. Así, las escrituras que inciden críticamente en su presente son aquellas que, desde un trabajo con el lenguaje, hacen estallar el lenguaje privatizado del neoliberalismo y permiten desactivar la noción de autor individual defendida por el mercado literario global.

A propósito de la referencia al mercado literario global, debemos tener en cuenta que Después del invierno es considerada parte de la literatura mundial, entendida como aquella literatura que, además de desplegar un imaginario u horizonte ficcional global, está marcada por las exigencias estéticas e ideológicas de un mercado editorial dominado por grandes conglomerados transnacionales que, para el caso latinoamericano, seleccionan (desde España) la literatura escrita en español por escritores latinoamericanos para ser distribuida al resto del mundo como “literatura latinoamericana”[10]. La lectura más crítica y sistemática sobre esta “literatura latinoamericana mundial” es la de Jorge L. Locane, quien estudia, de manera detallada, las formas y procesos materiales de selección, producción y circulación de la literatura escrita por autores latinoamericanos que es comercializada como “literatura latinoamericana” siguiendo una “lógica mercantilista” (32), que considera el valor literario como una “variable secundaria o factor residual, no prioritario” (33)[11]. Algunas de las características estilísticas requeridas o favorecidas por este mercado editorial son el desdibujamiento del contexto cultural de origen para facilitar su inserción en otros contextos culturales, así como la neutralidad lingüística que facilite su traducción, lo que en su conjunto Bencomo ha llamado una estética “desterritorializada”, que tiene como fin la fácil circulación en el mercado global (36)[12].

Suscribo el análisis de Locane sobre cómo la puesta en circulación de cierta literatura latinoamericana en el circuito mundial en las condiciones actuales de globalización avanzada solo es posible gracias a la posición hegemónica de actores instalados en metrópolis occidentales que deciden las obras que serán leídas como literatura latinoamericana en mercados europeos y asiáticos (9). Sin embargo, como ha mostrado Héctor Hoyos, precisamente por emplazarse en ámbitos globales y latinoamericanos a la vez y, por tanto, desplazarse entre paradigmas regionales y paradigmas globales, ciertas ficciones globales latinoamericanas están mejor posicionadas para arrojar luz sobre la “condición global” y, al mismo, tiempo construir una crítica a las visiones e ideologías totalizadoras de la globalización (12).

En Después del invierno, es Cecilia, como he venido diciendo, quien articula una visión más crítica en su acercamiento a la literatura a través del estante de Tom. Claudio, en cambio, como ha visto Valeria Luiselli en un ensayo brillante sobre la novela, practica un “turismo necrológico”. Después de su primer encuentro en París, Cecilia dice de él: “. . . no le interesaban los muertos, sino el culto a los escritores” (159). La lectura de autores muertos que emprende Cecilia, al contrario, debe llevar no a la individualidad y al prestigio literario, sino a lo que está afuera de ellos, aquello que pueda arrojar luz sobre la condición global. Así, el hallazgo de la obra de Perec, Lo infraordinario específicamente, reintegra a la narradora a ese afuera en que vivía alienada, enterrada viva y, al mismo tiempo, aprende a escuchar a los muertos, lo que transformará su manera de ver el mundo a partir de una reapropiación del espacio:

Georges Perec había vivido no muy lejos de nuestro edificio. Belleville, su barrio, era el mismo donde yo deambulaba la mayor parte del tiempo. Esas calles y sus edificios eran los indiscutibles protagonistas del libro que me prestó Tom. Mientras el narrador camina por las banquetas, reconoce edificios de su infancia. Algunos clausurados y como suspendidos en el tiempo, otros transformados por completo . . . Leyendo la descripción de la rue Vilin, daba la impresión de que la ciudad escondía muchas cosas debajo de sus fachadas y de su “papel de la pared”, historias de comerciantes, de exiliados, de personas en tránsito que habían vivido ahí durante décadas; historias de ausencias, de niños huérfanos con padres deportados cuyos rastros aún impregnaban las fachadas de las casas. El libro lo decía claramente: vivimos lo habitual sin nunca interrogarnos acerca de él y de la información que pudiera aportarnos: “Esto no es ni siquiera condicionamiento. Es anestesia. Dormimos nuestra vida en un letargo sin sueños. Pero nuestra vida, ¿dónde está? ¿Dónde está nuestro cuerpo? ¿Dónde está nuestro espacio?”. (92-3)

Las preguntas de Perec entusiasman tanto a Cecilia porque le dan forma a las que han sido sus propias preocupaciones en su estancia parisina. No me parece casual pues que su nombre recuerde el nombre francés, Cécile, que adoptó Cyrla Szulewicz, la madre de Perec, a su llegada de Polonia[13]. Es decir, es posible leer Después del invierno como un homenaje a la obra de Georges Perec; son muchos los gestos y guiños a la obra del autor francés. Además de la referencia que hemos incluido, se puede mencionar también la descripción muy concreta de un barrio de la ciudad de París, la concentración de la acción narrativa en espacios cerrados (habitaciones, apartamentos, edificios), los juegos y referencias literarios, etcétera, pero un examen exhaustivo de esas referencias escapa a los propósitos de este trabajo. Me interesa por ahora señalar la manera en que “el método de Lo infraordinario”, como lo llama Nettel, modela en gran medida la acción narrativa de Después del invierno.

Antes de la publicación de Después del invierno, Guadalupe Nettel escribió “Descifrar el espacio” (2008), una breve introducción a la primera traducción al español de la obra póstuma de Georges Perec, Lo infraordinario. Allí resume los ejes centrales de la narrativa del autor francés y enfatiza la importancia de la noción de “lo infraordinario” en el resto de su obra. Nettel explica que la centralidad de este concepto radica en la desconfianza de Perec en los grandes acontecimientos del mundo, esos en los que se interesan los diarios, dado que no ayudan a describir “el entramado mismo de la vida” (10). La respuesta de Perec, en su obra, a este predominio de lo excepcional, fue un énfasis en lo opuesto, lo cotidiano, la vida diaria y, más particularmente, los espacios de lo cotidiano; Nettel resume: “. . . el método de Lo infraordinario consiste en desplegar una descripción meticulosa que permita atrapar las características de cada espacio, las formas de utilizarlo, pero también la interacción creadora entre el individuo y sus espacios en el ámbito de la vida diaria” (10-1). También, el escrutinio de los espacios para Perec tenía una importancia fundamental para el ejercicio de la memoria y de la identidad personales, como lo muestra la autora mexicana en su breve análisis del ensayo que abre la colección, “¿Acercamientos a qué?”, donde Perec describe minuciosamente los edificios de la calle de su infancia y constata el paso del tiempo y las evidencias de la historia. Para Perec son especialmente importantes las referencias veladas a los antiguos habitantes judíos de los edificios cuya desaparición durante los años del Holocausto describe cuidadosamente. Este es un ejemplo, agregamos por nuestra parte, de la importancia de restaurar el testimonio, la memoria, la lengua de los muertos, a través de los espacios que ocuparon para que así su muerte cobre sentido para los vivos[14].

La manera en que Cecilia y Claudio narran sus residencias extranjeras podría decirse responde directamente a esas premisas del método Lo infraordinario: énfasis en la cotidianidad, la interacción con el entorno físico inmediato y la búsqueda de una identidad personal, pero adquieren todo su sentido cuando se piensa en relación con lo que hemos llamado, siguiendo a Slawek, la fenomenología del cementerio: el llamado a la búsqueda de una sociabilidad ética, nuevas formas de estar juntos, en tiempos globales.

Hacia el final de la novela, cuando Claudio recuerda, en su convalecencia en el hospital de Boston, los detalles de la explosión, recuerda también un episodio que pudo haberlo salvado: mientras corría hacia la meta vio a una competidora sufrir un ataque de epilepsia, pero en lugar de ayudarla (para lo cual estaba preparado por su entrenamiento en Cuba), decidió esquivarla “como uno esquiva una naranja o cualquier fruta podrida que se atraviesa en el camino” (248). Ese gesto lo lleva a pensar en “todas las mujeres que no supo cuidar en su momento” y en su vulnerabilidad actual en que se ve necesitado de ayuda de los otros (248). Su inmunidad, su resguardo frente a los otros, su incapacidad de reconocer a los otros, su humanidad (“una fruta podrida”) se vuelven contra él, lo convierten en un “enterrado vivo” permanente[15].

Cecilia, también en un hospital, pero en una situación inversa, entrega su vida al cuidado de un Tom cada vez más débil y grave. Todos los días viaja desde París hasta un hospital de los suburbios para estar a su lado, conversar con él cuando está consciente y administrarle la medicina. En ese tiempo que pasa en el hospital con Tom, los fragmentos de su vida comienzan a unirse en una línea narrativa (una escritura) y cobrar un sentido más hondo:

Para mí, todo desembocaba en Tom. El recorrido que iba desde mi nacimiento y mi infancia en Oaxaca, mi afición por los cementerios, mis lecturas y mi trabajo acerca de ellos era una línea, a veces recta otras sinuosa, que conducía a nuestro encuentro. Mi papel de acompañante en el hospital no sólo nos vinculaba de manera muy estrecha sino que constituía la experiencia más importante de mi vida. Yo que siempre me había considerado una inútil, tenía por fin la impresión de servir para algo. (216-17)

Allí, en la habitación del hospital, espacio terapéutico por excelencia, mientras Tom duerme o se rinde al efecto de los fármacos, Cecilia escribe una tesina sobre escritores latinoamericanos enterrados en París: escritura sobre los muertos, frente a la inminencia de la muerte.

Después del invierno elabora, como las literaturas desapropiadas, una postura crítica frente al presente. Para empezar, se despliega como una escritura crítica del orden global, en relación, sobre todo, con los dilemas de la subjetividad en un orden neoliberal a escala global: pérdida del espacio cívico, ruptura de los lazos de sociabilidad, disolución de las aspiraciones emancipatorias. Decimos que es una escritura crítica porque propone la recuperación de un lenguaje (una mirada) que devuelve a los sujetos la capacidad de generar sentido en las condiciones actuales de fin del mundo. Esta rehabilitación, mediada al principio por la literatura (“Lo infraordinario”), busca rehabilitar la relación de los sujetos con los espacios que habitan, pero no para recluirlos en su individualidad (inmunidad), sino para exponerlos a los otros (comunidad). Y es, por eso, que la novela culmina con una reapropiación del espacio cívico y el vislumbre de una comunidad:

Aunque estaba sola, mis dominios se habían ampliado considerablemente. Ya no se limitaban a treinta metros cuadrados en un edificio vetusto y con olor a humedad. Mis dominios eran las calles de París, todas sus escaleras y refugios. Mis compañeros los marginales, los descarriados, los SDF y los demás parias. (250)

Se trata, desde luego, de una comunidad constituida contingentemente, más allá de la nacionalidad, la lengua, la etnicidad; una comunidad heterogénea, hecha de alteridades, constituida precariamente desde abajo, sin un orden impuesto, sin una identidad única, pensada desde el margen, desde el cementerio. Comunidad espectral que reconoce aquellos que han sido olvidados, destituidos, que busca abrir espacios y maneras de estar juntos en la precariedad del presente, de resistir el fin del mundo.


  1. Estas pérdidas se pueden enmarcar en lo que Zygmund Bauman ha llamado la fase líquida de la modernidad, en la que las instituciones, valores, nociones que le dieron forma (sólida) a la sociedad moderna están en constante disolución, lo cual tiene como consecuencia que los individuos pierdan sus “stable points of orientation” (7).

  2. Es cierto, como lo ha hecho notar uno(a) de los(as) dictaminadores(ras) de este artículo, que las bibliotecas pueden resistir, pero no escapar enteramente al mercado, en general, ni al mercado literario, en particular, dado que la expansión de su acervo depende de lo que está disponible en el mercado y de aquello que los grupos editoriales construyen como tendencias de mercado; además de que sus operaciones internas (sistemas de catalogación, adquisiciones, licencias digitales, etc.) dependen de productos enteramente comerciales. Sin embargo, y como lo señala el propio Rafael Rojas, para muchos narradores contemporáneos, la biblioteca, sobre todo la personal y la privada, se concibe como un símbolo de la ciudad letrada, inmune hasta cierto punto al presente.

  3. Claudio ha sido tocado de una manera mucho más cercana por la muerte que Cecilia, dado que sufrió la muerte de su novia de juventud y su padre padece una enfermedad grave.

  4. Etna Ávalos hace una lectura lúcida de la relación entre Claudio y Ruth a partir de las nociones de género y discapacidad.

  5. Para una lectura de la obra de Nettel como crítica a los discursos de normalidad, véase el libro de Estrada.

  6. En el mismo sentido, Arturo Arias ha notado la proliferación de narrativas latinoamericanas donde: “. . . sujetos que antes estaban enraizados en representaciones locales simbólicas que connotaban nacionalidad, ahora aparecen insertos en disímiles y heterogéneos espacios donde intentan reciclar los fragmentos remanentes de su memoria cultural para reconfigurar algún nuevo tipo de identidad post-nacional (137)”.

  7. Es muy significativa esta restricción de Tom porque responde a la manera en que él mismo experimenta el tiempo: dada su enfermedad terminal no tiene un sentido de futuro (su única noción de futuro es elegir el lugar donde se colocará su urna funeraria) y su presente es proyectado al pasado a partir de sus lecturas o es el presente inmóvil de la cama del hospital. Y, al mismo tiempo, la restricción de Tom lo convierte en una figura que impugna al presentismo de la sociedad capitalista actual. Si bien la biblioteca, en tanto que espacio heterotópico, supone una acumulación de varias temporalidades, Tom va más allá y decide excluir de la biblioteca (de su estante, en este caso) toda marca del presente, como una manera de potenciar la heterotopía de la biblioteca. Para una reflexión esclarecedora sobre la “omnipresencia del presente” en la globalización y, más en general, sobre cómo las sociedades (de hoy y de antes) experimentan y han experimentado el tiempo, véase la obra de Hartog.

  8. Agradezco a Jorge Locane esta perspicaz observación.

  9. La lista completa de autores incluye a Roberto Bolaño, João Gilberto Noll, César Aira, Chico Buarque, Guadalupe Nettel, Mario Bellatin, Lina Meruane, Sergio Chejfec, Eduardo Halfon, Mike Wilson, Yuri Herrera, y Edgardo Cozarinsky (Siskind 216).

  10. La obra de Guadalupe Nettel se ha desplegado en este mercado global: toda su obra ha sido publicada en España en la editorial Anagrama, con excepción de Juegos de artificio, su primer libro de cuentos publicado en México en 1993; y en un contexto bilingüe: el primer premio literario que obtuvo fue el de Radio Francia en 1992 por un cuento escrito en francés fuera del área francófona, como ha notado Valerie Hecht (51). Su obra ha sido traducida a varias lenguas y ha recibido numerosos premios literarios internacionales, incluido el prestigioso Herralde para Después del invierno en 2014.

  11. Otras obras que dan una visión panorámica de la recepción crítica de esta literatura y del debate sobre nociones afines como la de literatura mundial, literatura mundial latinoamericana, etc., son las colecciones editadas por Timothy R. Robbins y José Eduardo González en Estados Unidos; Francisca Noguerol Jiménez et al., en España; y Müller et al. (2018) y Müller y Siskind (2019) en Alemania.

  12. Locane sugiere en su estudio, a partir de un análisis de las marcas dialectales de los narradores, que Después del invierno ejemplifica la estética desterritorializada de la literatura latinoamericana mundial desarrollada con vistas a una recepción internacional tales como la neutralidad lingüística, la “vaga pertenencia lingüístico-cultural de los narradores” y la tematización del fenómeno del desarraigo cultural (145-9). No discrepo de su análisis “nanofilológico” (como él mismo lo llama) de la novela, pero no creo que la obra “falle como literatura” dado que, en la tematización misma de la lectura, como se verá más adelante en mi propio análisis, se potencia un acercamiento a una literatura que tienda a crear lazos, y comunidad, frente al individualismo de la globalización neoliberal.

  13. En W o el recuerdo de la infancia (1975), Perec rastrea su genealogía familiar con los pocos datos que posee; sobre la referencia al nombre de su madre, véase el capítulo ocho.

  14. Si bien las heterotopías que teoriza Foucault ayudan a visibilizar el orden social existente al reflejarlo e invertirlo, no necesariamente lo resisten (Dennis). De ahí que la referencia al “método” de Perec pueda entenderse como una práctica heterotópica en el sentido en que resiste y hace estallar el orden capitalista existente, y su lógica presentista, al recuperar el espacio social desde la observación individual que da cuenta del pasado, de la memoria y de la muerte. (Agradezco al (a la) dictaminador(a) su lúcida observación al respecto).

  15. No solo es su falta de empatía lo que mantiene a Claudio aislado e incapaz de crear comunidad, sino también el proyecto de transformación individual que ha decido seguir enfocado en el cuerpo —su tratamiento psiquiátrico basado en fármacos y su entrenamiento físico para la participación en maratones internacionales— y no en una transformación más personal que incluya su identidad misma.