En una presentación como parte del evento TEDWomen 2010, Cynthia Breazeal, profesora e investigadora del controvertido Media Lab del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), describió con entusiasmo su pasión por los robots personales y las situaciones en las que imaginaba que los humanos y este tipo de máquinas podrían interactuar. Para Breazeal, los robots personales son aquellos diseñados específicamente para la interacción social con los humanos en la vida cotidiana, ubicando su investigación en lo que ella llama “the interpersonal dimension of robots” (Breazeal). En la primera parte de su charla, Breazeal presenta a Leonardo, un robot cubierto de peluche desarrollado en su laboratorio. El robot se asemeja a un juguete y podría pasar inadvertido en una de las películas de George Lucas. En un breve clip incluido en dicha presentación, vemos a un miembro de su laboratorio interactuando con este robot. Al final de la interacción, el público estalla en carcajadas justo después de que Leonardo muestra una reacción física normalmente asociada con el miedo, desencadenada por la presencia de un muñeco de Cookie Monster que ha sido previamente identificado como ‘malo’. Breazeal continúa su exposición dando ejemplos deseables de cómo los robots personales podrían fomentar las relaciones entre humanos separados por la distancia. En tales casos, el robot actuaría como intermediario, en sus palabras:

I imagine a time not too far from now. My mom can go to her computer, open up a browser, and jack into a little robot. And as a kind of grandma-bot, she can now play, really play, with my son, with her grandson, in the real world with his real toys […] And through this sort of technology, being able to be an active participant in their grandchild’s live, in a way that is not possible today. (Breazeal)

Los sonidos en el fondo parecen indicar que la audiencia responde a este escenario con asombro. Breazeal finaliza su presentación con una declaración resumida de su posición: “robots are all about people”. O, más precisamente, en el caso de los dos ejemplos anteriores, valdría puntualizar: robots are all about entertaining people. Desde esta postura que privilegia su función lúdica, la proliferación de este tipo de artefactos en un mercado de consumo masivo a nivel global sería una cuestión de tiempo. En Kentukis, Samanta Schweblin construye un universo ficticio en donde robots como los descritos por Breazeal no solo existen, sino que, con su propagación, adquieren un rol mucho más complicado y sombrío que el de la abuela robot jugando con sus nietos.

El título de la segunda novela de Schweblin alude al nombre de robots personales con formas de animales reales e imaginarios, que incluyen a “topos, conejos, cuervos, pandas, dragones y lechuzas” (Schweblin 23), vendidos por todo el mundo en un futuro no muy lejano. Una de las razones principales detrás de la popularidad de los kentukis es el interés por desempeñar uno de dos roles esenciales para su funcionamiento: el de físicamente ‘tener’ un kentuki y el de ‘ser’ un kentuki, o en otras palabras, ser la persona que remotamente controla el robot a través de un dispositivo electrónico, generalmente una computadora personal o una tableta. En este artículo propongo que la exploración que hace la autora de estos roles, y de las posibilidades que cada uno ofrece, le sirve para desestabilizar nociones de lo humano y lo no humano en una sociedad dominada por el consumismo, el uso de las redes sociales a escala global y la expansión de corporaciones transnacionales poderosas ante regulaciones locales débiles, características de lo que se ha llamado capitalismo digital. Al hacer esto, la novela articula una crítica incisiva y detallada de los vínculos sociales promovidos por este modelo económico y pone en evidencia sus contradicciones. Esta discusión está enmarcada en enfoques teóricos y debates surgidos desde el poshumanismo.

La construcción del mundo de los kentukis

El trabajo de Samanta Schweblin ha recibido cada vez mayor atención por parte de los críticos. Hasta ahora, la autora argentina ha publicado una serie de colecciones de cuentos, que incluyen El núcleo del disturbio (2002), La furia de las pestes (2008), que luego se reedita como Pájaros en la boca (2009), y Siete casas vacías (2015), así como las novelas Distancia de rescate (2014) y Kentukis (2018). Los reconocimientos a su obra, numerosos en el mundo de habla hispana, ya han cruzado la frontera del idioma. Recientemente, las traducciones al inglés de dos de sus libros fueron preseleccionadas para el International Booker Prize: Distancia de rescate, traducida como Fever Dream, en 2017, y Pájaros en la boca, publicada bajo el título Mouthful of Birds, en 2019.

En la introducción a un dossier dedicado a la autora que apareció en Latin American Literature Today, Pablo Brescia la describe como “una de las escritoras más relevantes del panorama literario argentino y latinoamericano de estos tiempos” (Brescia), una apreciación que otros críticos incluidos en el número parecen compartir. Lucía de Leone, por ejemplo, la ubica como parte de la larga tradición de cuentistas mujeres en la literatura argentina y entre algunas de las figuras más importantes de la literatura latinoamericana, como Silvina Ocampo y Angélica Gorodischer (De Leone). Y, en efecto, se pueden trazar conexiones entre su obra y la de otros escritores argentinos consagrados. Al mismo tiempo, Schweblin aborda algunas de las preguntas más relevantes de nuestro tiempo y es posible señalar puntos en común con la obra de otros escritores de su generación, como Mariana Enríquez, Ariana Harwicz y Pola Oloixarac.

Claramente influenciada por la afinidad que siente la autora por el género del cuento, como ella misma ha declarado (Torres and Schweblin 175), la novela Kentukis está estructurada a partir de cinco narraciones independientes que nunca se entrecruzan y otras seis viñetas breves diseminadas a lo largo de la obra. Esta estructura le sirve a la autora para destacar la función de los kentukis, los robots personales que le dan nombre a la novela y cuya presencia actúa como elemento unificador entre todas estas historias. Brina y Tejero Yosovitch señalan cómo la forma de la novela revela el sistema sobre el que se construye: la red. De acuerdo con estos críticos, cada una de las historias son nodos de una “red que funciona a nivel referencial y estructural” con respecto a lo tecnológico, conformado por la red de los kentukis, y lo social, planteado a partir de las dinámicas interpersonales mediadas por los aparatos (18). Me parece que, además, esta estructura de red en la que los diferentes arcos narrativos permanecen aislados uno del otro pone de manifiesto las contradicciones de un mundo hiperconectado, en particular, el aislamiento que resulta del consumismo tecnológico y el uso de las redes sociales.

Los principios que gobiernan el funcionamiento de los kentukis refuerzan dichas contradicciones. Después de que una persona compra un kentuki y otra persona compra una tarjeta de conexión con un código, que debe asociar a un dispositivo específico para poder controlar un kentuki, la empresa que comercializa las máquinas establece una conexión aleatoria entre estas dos personas. Los usuarios no pueden predeterminar dicha conexión. Una vez que un kentuki es asignado a un dispositivo de control, no puede volver a conectarse a otro y, a la inversa, un dispositivo de control solo puede ser asignado a un kentuki. Cuando la conexión se interrumpe, no se puede restablecer, por lo que el final de una conexión resulta en la desactivación total del artefacto para siempre. Finalmente, los kentukis están diseñados para ver, escuchar y moverse, pero no pueden ‘hablar’ y solo emiten un número limitado de sonidos ininteligibles que son descritos como graznidos, gruñidos y otros términos que remiten a lo animal no humano. Como no hay normas que regulen el contacto entre los dos usuarios más allá de la interacción a través de la máquina, el controlador decide si desea revelar su identidad al dueño valiéndose de otros medios.

Las reglas establecidas en la novela, en apariencia bastante simples, no solo no se perciben como limitaciones en la diégesis, sino que abren numerosas posibilidades en la relación triangular entre los dueños, los kentukis y los controladores. Hay ejemplos constantes de cómo los dueños y los controladores de los aparatos intentan saltarse las reglas, en particular la aleatoriedad de la conexión y las limitantes relacionadas con la comunicación entre ambos. En el conjunto de normas llama la atención la falta de un componente ético. La aparente ausencia de valores que regulen el comportamiento de los usuarios genera un marco en el que la autora nos plantea numerosas preguntas de carácter ético y cuestiona concepciones triviales de lo humano y lo no humano.

Cerca del inicio de la novela, uno de los personajes se plantea la pregunta: “¿Qué tipo de persona elegiría ‘ser’ kentuki en lugar de ‘tener’ un kentuki?” (27). La novela es en sí un proyecto que propone respuestas a la interrogante anterior y a su complemento natural: ¿qué tipo de persona elegiría ‘tener’ en lugar de ‘ser’? Para explorar esta dualidad, el narrador nos convierte en espectadores de escenas íntimas alrededor del mundo, poniendo en evidencia lo que Nayeli García Sánchez describe como “el ejercicio íntimo y cotidiano de una soledad hiperconectada” (149). A lo largo de este trabajo examinaré la dualidad entre ‘ser’ y ‘tener’, así como las implicaciones de cada uno de estos roles. Esteban Barroso nos propone que “[l]a diferencia entre ser y tener radica en algo simple: mirar o ser mirado” (Barroso). No hay duda de que la mirada es un factor decisivo. Sin embargo, esta aparente simplicidad se complica cuando analizamos las condiciones que llevan a los personajes a cada uno de estos dos roles. Se trata de posiciones inestables cuyo atractivo varía a lo largo de la novela. Es decir, mientras al inicio la posesión física de un kentuki se ve como el rol más deseado, hacia el final, la posibilidad de tener acceso a la vida de otras personas a través de los aparatos es mucho más valorada. Como veremos, los cambios están íntimamente relacionados con las leyes del mercado del capitalismo digital, que privilegia lo intangible (la información, los datos, las experiencias) por sobre lo material. Así, la decisión entre ‘ser’ o ‘tener’ de los usuarios depende de sus deseos y las necesidades que buscan satisfacer, pero también de la capacidad económica que tienen para acceder a estos roles en distintos momentos. Esta inestabilidad alienta al lector a reflexionar sobre las implicaciones de esta dualidad y sobre quién tiene el control en las sociedades digitales.

Una de las cuestiones que notamos pronto en Kentukis es la intención de revalorar lo material y resistirse a la disociación entre el mundo físico y el digital. La novela de Schweblin nos muestra cómo los humanos establecen relaciones instrumentales con entes materiales no humanos, de manera que los primeros viven a través de los cuerpos de los segundos. Por un lado, vemos a personajes humanos que literalmente utilizan el cuerpo de máquinas con formas animales para extender su realidad y desafiar los límites impuestos a sus vidas cotidianas. Por otro lado, y de manera simultánea, la forma animal de los cuerpos mecánicos permite el establecimiento de relaciones afectivas entre máquinas y humanos, en múltiples y variados niveles. Ya desde este momento es posible intuir las múltiples posibilidades que el texto ofrece para una lectura que considere diferentes perspectivas de lo poshumano, desde cuestiones relacionadas con el lenguaje, el discurso y la subjetividad, hasta aquellas que interrogan las relaciones entre seres humanos y no humanos. Incluso, como se verá, es posible ver un cuestionamiento del transhumanismo.

Al respecto de la presencia de lo poshumano en producciones culturales latinoamericanas contemporáneas, J. Andrew Brown destaca que la postura profundamente humana sobre lo poshumano que vemos en estas obras no se elabora a partir de un rechazo de la tecnología, como el expresado por un número importante de autores de la primera mitad del siglo XX, sino que estas obras muestran “the strategies that art employs as it attempts to think through realities and identities, both collective and individual, in a world that is increasingly mediated by the technologies of culture” (175). Edward King y Joanna Page también han considerado el poshumanismo como una herramienta crítica valiosa en el contexto latinoamericano (4). Page enfatiza la importancia que tiene la materialidad, pues para ella la presencia de la tecnología en los textos que analiza “does not sever our contact with the material world but brings it even more clearly into focus” (94). Kentukis forma parte de estos acercamientos a lo poshumano en las producciones culturales latinoamericanas en general, y argentinas en particular, pues examina la condición humana en una era dominada por la tecnología y la comunicación a nivel global a través de las redes sociales sin descartarlas por completo. De hecho, en la novela, la tecnología no solo no es rechazada, sino que se plantea que las relaciones inevitables entre humanos y máquinas tienden a volverse más intrincadas y complejas.

Para centrar las relaciones triangulares entre los que ‘tienen’, los que ‘son’ y los kentukis, reflexionaré sobre cómo la novela se aproxima a tres cuestiones asociadas con lo humano y cómo se ven afectadas estas cuestiones en las sociedades digitales: el consumismo, la comunicación y el sufrimiento. Señalaré cómo son desestabilizadas en esta obra y, finalmente, identificaré las posibilidades que se ofrecen para articular una realidad caracterizada por la dominancia del capitalismo global mediado por algoritmos y tecnología.

Consumismo tecnológico sin fronteras

Para construir el mundo de la novela, la autora hace un esfuerzo significativo en describir los detalles y cambios que ocurren con el tiempo en el mercado de los kentukis, un proceso que va desde su introducción hasta la presencia generalizada de los aparatos a lo largo del planeta y que bien podría corresponder al que han seguido las grandes compañías de tecnología de nuestro tiempo. Así, la novela hace eco de la siguiente afirmación de Rosi Braidotti: “The most salient trait of the contemporary global economy is therefore its techno-scientific structure” (59). Este sistema económico está basado en la comercialización de dos productos: los kentukis y las tarjetas de conexión para controlar los kentukis, que luego deben ser activadas en un dispositivo electrónico dado. O en otras palabras, se trata de un mercado en donde se le asigna un valor económico específico al ‘tener’ y otro a la experiencia de ‘ser’. Y si bien la empresa que comercializa los aparatos y las tarjetas de conexión establece las bases del sistema, este no tarda en desbordarla con el surgimiento de un mercado negro boyante. Los detalles de este sistema complejo son tratados en las diferentes historias que integran la novela, aunque es en la línea argumental protagonizada por los croatas Grigor y Nikolina en donde podemos verlos con más claridad.

El negocio de estos dos personajes consiste en vender al mejor postor conexiones ya establecidas con kentukis definidos y así sortear la aleatoriedad original de dichas conexiones. Más específicamente, compran una tarjeta de conexión y un dispositivo electrónico en el que activan la primera. Una vez que la conexión con un kentuki ha sido establecida, la ponen a la venta a través de internet. El negocio de esta pareja florece gracias a lo atractivo que resulta para sus clientes conocer previamente los detalles sobre el kentuki que van a controlar, por lo que están dispuestos a pagar mucho más que el costo en el mercado de una de una tarjeta de conexión que será asignada a un kentuki de manera aleatoria. A este respecto, la noción de capitalismo digital resulta útil.

En sus orígenes, Dan Schiller propuso el capitalismo digital como una época caracterizada por la influencia decisiva del internet, y las redes de telecomunicaciones de manera más general, en la economía, la sociedad y la cultura a nivel global (xiv). Christian Fuchs se aleja de una caracterización en términos temporales y describe el capitalismo digital como una dimensión del capitalismo contemporáneo en la que el trabajo del conocimiento, las tecnologías de comunicación digital y la información como mercancía desempeñan un papel importante (3). Para este trabajo tomo como punto de partida la propuesta de Javier de Rivera, quien entiende el capitalismo digital simultáneamente como una nueva etapa y una dimensión del capitalismo, al observar que esta dimensión ha asumido un rol protagónico en el sistema económico actual sin modificar la dinámica básica del régimen capitalista (726). En la novela, Grigor, y más tarde Nikolina, son quienes entienden mejor la economía de los kentukis. Ambos se dan cuenta de que la mercancía más valiosa en este mercado no son los aparatos en sí, sino el acceso a la intimidad de las personas, en particular si existe la posibilidad de eliminar el factor aleatorio en la selección. No obstante, su negocio funciona en los márgenes y, como el propio Grigor reconoce, se trata de una oportunidad temporal que desaparecerá en determinado momento:

Las empresas se apoderarían pronto del negocio que había detrás de los kentukis, y la gente no tardaría en calcular que, si se tiene el dinero, mejor negocio que pagar setenta dólares por una tarjeta de conexión que se encendería al azar en cualquier rincón del mundo, era pagar ocho veces más para elegir en qué lugar estar. (61)

Ya desde este instante se adelanta la transición de una sociedad consumidora de objetos materiales hacia una que se muestra ávida por consumir experiencias intangibles. Esta situación se hace explícita con la variación de los costos asociados a ‘tener’ y ‘ser’. Al inicio, el costo de un kentuki es cuatro veces más alto que el de una tarjeta de conexión. Hacia el final, el valor de ‘ser’ en este mercado, asociado a un código computacional intangible, supera el de ‘tener’ un objeto material. La revalorización del código es bastante reveladora. Se deja atrás el capitalismo basado en el consumismo de objetos materiales y es sustituido por el capitalismo basado en el consumo de experiencias y productos intangibles, similar al proceso de transición en el que nos encontramos en este momento.

No resulta difícil ver que esta cuestión se presta a aproximaciones críticas múltiples. Sin embargo, aquí me interesa reexaminar la infravaloración de lo material en este sistema económico. Estudiosos como N. Katherine Hayles y Stefan Herbrechter han señalado la importancia de analizar los procesos de ‘desmaterialización’ en favor de la ‘informatización’ que caracterizan al capitalismo global del siglo XXI. Tanto Hayles como Herbrechter han descrito las posibilidades que ofrece esta aparente ‘desmaterialización’. Ambos coinciden en que más allá de lamentar el posicionamiento del código informático como la metáfora central en esta nueva visión del mundo, los procesos de tecnologización ofrecen nuevas posibilidades para crear subjetividades alternativas. De acuerdo con Herbrechter: “One possibility is to take posthumanization as an opportunity to not simply continue traditional ways to repress the body under new technological or mediated posthumanist conditions” (186). Estas nuevas posibilidades están también presentes en la noción de ‘lo sublime digital’ propuesta por Edward King en el contexto argentino y que el autor describe como una expresión del potencial que la tecnología digital genera (205). Y si bien King se vale de esta noción para trazar una continuidad entre la formación del cuerpo social de la nación argentina del siglo XIX y el transnacional del capitalismo tardío, lo cierto es que este crítico está consciente de las múltiples posibilidades que la era digital proporciona para la construcción de subjetividades. Entre estas posibilidades están aquellas generadas alrededor de las redes sociales pues, volviendo a Herbrechter, “[s]ociality under the sign of new intermediality increasingly abolishes the difference between human and nonhuman, organic and non-organic, autonomous and heteronomous forms of agency” (183), lo que posibilita nuevas formas de diálogos descentralizados, de expresión y agencia política.

En general, la novela nos muestra los efectos de este sistema económico y al mismo tiempo pone de relieve sus contradicciones. Esta cuestión la podemos ver, por ejemplo, al analizar la función del lenguaje en la obra.

La comunicación y sus mediadores

El lenguaje en la novela es una cuestión central. Dado que los kentukis son un fenómeno global y que las conexiones se realizan de manera aleatoria, son pocas las ocasiones descritas en la novela en las que el idioma del controlador y del dueño de un aparato coinciden. En los casos en los que tenemos acceso a las perspectivas de ambos, los lectores somos testigos de sus frustraciones constantes, cuyo origen principal se puede trazar a las limitantes y los obstáculos impuestos por los kentukis en el proceso comunicativo entre los dos. Para superar estas dificultades, los personajes se valen de diversos medios, por ejemplo, algunos de ellos usan traductores electrónicos para superar la barrera del idioma. Incluso hay quienes intentan crear un lenguaje propio, a partir de combinaciones de movimientos de los kentukis y señales en el piso, para establecer un nivel de comunicación básico. En este sentido, Macarena Areco ha propuesto que el aislamiento, la soledad y la incomunicación son características constitutivas y determinantes de los personajes de esta obra, quienes en muchos casos terminan en una situación de incomunicación mayor a la que tenían antes de usar esta tecnología (236). En efecto, resulta significativa la centralidad de los problemas de comunicación y el espacio que se le dedica a la descripción de este tipo de dificultades en una obra cuyo elemento medular es una tecnología que busca crear vínculos sociales. Se trata sin duda de una crítica a la función de las redes sociales en nuestra época. Sin embargo, me interesa explorar con más detalle la naturaleza de lo que percibimos como obstáculos en la comunicación.

Los problemas que enfrentan los personajes previenen una lectura demasiado optimista del rol de los kentukis como mediadores de la comunicación interpersonal entre dueños y controladores desde el inicio. Areco plantea esta situación de la siguiente manera: “La tecnología que aparecía como una posibilidad de liberación y de conexión lo que hace es amplificar el miedo, la inseguridad, la paranoia, la soledad, la distancia, la culpa y la perversión” (239). Además de parecerme acertada esta observación, creo que también nos señala la posición de la obra en debates sobre la tecnología y la condición humana. La relación entre humanos y kentukis podría ser un terreno fértil desde la perspectiva del transhumanismo, desde donde se ve a la tecnología como un medio para alcanzar el perfeccionamiento humano (Ferrando 27). En principio, se trata de una extensión del cuerpo de los controladores que les da acceso a la vida de otras personas. Además, la falta de regulación gubernamental en la comercialización de los kentukis y la popularización global de los aparatos permitirían lecturas que apoyaran tanto el transhumanismo libertario, que defiende el libre mercado, como el transhumanismo democrático, que aboga por el acceso igualitario a las mejoras tecnológicas (Ferrando 27). Sin embargo, la novela dificulta este tipo de interpretaciones debido, entre otros factores, a las limitantes en la comunicación generadas por estas máquinas. El universo narrativo de la novela no es uno en donde la tecnología sea un detonante para el perfeccionamiento humano. Por el contrario, los kentukis, funcionan como amplificadores de las deficiencias humanas al tratar de enfrentarnos a algunas de las cuestiones más apremiantes de nuestro tiempo.

Resulta productivo comentar más a fondo las ramificaciones de la que quizá sea la limitante comunicativa más relevante: el que los kentukis no puedan ‘hablar’. La tecnología disponible en este futuro claramente podría permitir la expresión oral de los controladores a través de los kentukis —por ejemplo, en un nivel rudimentario, bastaría con ponerle una bocina al artefacto—. Así, la falta de ‘oralidad’ de los kentukis como una característica inusual tiene implicaciones importantes para una lectura crítica. Por ejemplo, la mudez de los artefactos mantiene la ilusión de privacidad de sus dueños. A lo largo de la novela, muchos personajes actúan en presencia de los artefactos como si nadie los viera o escuchara. Además, al ser incapaces de comunicarse a través de lenguaje humano, para la mayoría de los dueños los kentukis no gozan de una subjetividad intrínseca, al contrario, se trata de objetos bajo su total control. A primera vista, esta incapacidad define la otredad de las máquinas. Sin embargo, me parece que también pone en evidencia la falsa excepcionalidad de lo humano.

Con respecto al lenguaje, N. Katherine Hayles ha hablado de cómo la comunicación mediada por la tecnología transforma los supuestos que veían al lenguaje como una parte integral de lo humano, pues nos obliga a reconocer que los códigos computacionales funcionan como “the shadowy double of the human-only language inflected and infected by its hidden presence” (157). En Kentukis, Schweblin lleva esta noción un paso más allá: inscribe en la dualidad entre los lenguajes humanos y el código un tercer elemento, el del lenguaje de gruñidos y sonidos de animales no humanos que emiten los kentukis. El que el código no solo no transmita lenguajes humanos, sino que además los transforme en sonidos que evocan otras especies animales, es un recordatorio constante de que los lenguajes usados por los humanos no son excepcionales en su legibilidad o naturaleza comunicativa, o como sugiere Cary Wolfe, que el lenguaje humano es solo una herramienta mental de entre múltiples posibilidades utilizadas por otros seres vivos (41). De hecho, se establece una conexión directa con las formas de comunicación de otras especies animales, poniendo a animales humanos y no humanos en un mismo nivel: “Finalmente, pensó, también hay alguien del otro lado intentando entender cómo se controla este aparato. Pero cuando lo apoyó otra vez en el piso, el kentuki chilló, y fue un chillido agudo y rabioso” (141). En esta cita se hace referencia a varias de las cuestiones mencionadas. Podemos ver cómo el aspecto mediador de la tecnología en la comunicación entre humanos se hace evidente, pero al mismo tiempo se desestabiliza el proceso de comunicación con la inclusión de lenguajes asociados con lo animal no humano. Al deconstruir el lenguaje humano, la novela saca de las sombras el proceso de mediación llevado a cabo por el código, un proceso casi invisible para cualquiera que se haya comunicado de manera electrónica en tiempo real. Aunque decidan ignorarlo, los personajes saben que detrás de los gruñidos, chillidos y graznidos emitidos por los kentukis hay otros seres humanos. En este proceso, los participantes son forzados a reflexionar sobre su capacidad para comunicarse con otros seres humanos y, no en pocas ocasiones, deducir su imposibilidad. Así, a través de la tecnología se cuestiona la excepcionalidad de la comunicación humana.

Un aspecto que merece atención es que, si bien tanto los dueños como los controladores buscan superar diversos retos en el proceso comunicativo, los obstáculos a los cuales se enfrentan unos y otros no son equitativos. En general, los controladores tienen a su disposición un mayor número de herramientas para establecer contacto con los dueños. Sin ser necesariamente conscientes de la cantidad de información que ceden al recibir un kentuki en su vida, los dueños les dan a los controladores —y a la compañía que comercializa los aparatos— acceso a su vida privada y su intimidad. La asimetría de poder se vuelve patente cuando algunos de los controladores logran averiguar información que les permite contactar a los dueños, como su número telefónico, y establecen contacto para beneficiarse, económica o emocionalmente, de su posición. Guillermina Yansen ha descrito cómo “en varias historias se revela el poder que tiene un sujeto sobre otro a partir de las asimetrías del acceso a la información” (151). Yansen señala a la comunicación como una herramienta que transforma las relaciones sociales (152). Me parece que además de la transformación de las relaciones sociales como resultado de cambios en el proceso comunicativo, quizá uno de los efectos más significativos en la asimetría de poder entre ‘ser’ y ‘tener’, y en el capitalismo digital de manera más general, es que los vínculos sociales se han convertido en un elemento más en la mercantilización de información sobre la vida de las personas. De esta forma, los comportamientos, las rutinas y los sentimientos de los dueños se vuelven mercancías en sí mismos, objetos de consumo para una sociedad ávida de entretenimiento para la cual las experiencias emocionales extremas, como la violencia y el sufrimiento, adquieren valor en función de su capacidad recreativa. Este es un aspecto que examino en la siguiente sección, enfocada en la mercantilización del sufrimiento y en cómo esta refuerza una lectura de la novela desde el poshumanismo.

El sufrimiento como mercancía

A lo largo de la novela, el sufrimiento humano y no humano es una constante. Y como en el caso de la comunicación, dicho sufrimiento aparece mediado por los kentukis. Que el sufrimiento sea una de las experiencias frecuentes a las que tienen acceso los controladores de los aparatos resulta especialmente notorio. Por ejemplo, en la cita siguiente se describe lo que ve Grigor, el negociante croata, cuando uno de los kentukis que maneja ha sido trasladado con los ojos vendados a un lugar desconocido, por lo que el controlador no tiene idea de dónde está hasta este momento:

Cuando le quitaron las vendas, vio que estaba en una caja enrejada. No llegaba a tocar el piso: flotaba entre una espesa masa de polluelos que estiraban la cabeza para poder respirar. Se pisaban y se picoteaban, gritaban de asfixia y de espanto, lo picaban a él […] Los polluelos gritaban, les habían arrancado los picos y las heridas estaban abiertas. (99)

En el pasaje anterior se establece una conexión directa entre el sufrimiento animal y la experiencia del sufrimiento como una mercancía a la que se tiene acceso por medio del kentuki. Es importante notar que, en estas situaciones, el ejercicio de la violencia se extiende hasta los kentukis mismos, poniendo en riesgo la integridad física del aparato y resultando inclusive con relativa frecuencia en la pérdida de este y, por lo tanto, de la conexión con el controlador. En este punto vale recordar que, de acuerdo con Rosi Braidotti, “[i]n advanced capitalism, animals of all categories and species have been turned into tradable disposable bodies, inscribed in a global market of post-anthropocentric exploitation” (70). Schweblin usa los kentukis para poner en evidencia las asimetrías en las relaciones entre humanos y animales no humanos, lo que abre la puerta a cuestionamientos recurrentes de carácter ético. En este caso, la personificación no es fortuita, por el contrario, destaca la continuidad en el sufrimiento de humanos y animales no humanos que aparece de manera repetitiva a lo largo de la obra. Por ejemplo, más adelante, Grigor y Nikolina se ven en medio de una red de tráfico de personas al volverse testigos, a través de uno de los kentukis que manejan, de cómo a una chica la mantienen secuestrada y cómo sus propios padres, según nos damos cuenta, son cómplices en la situación. Incluso hay personajes en la novela que defienden el derecho a la libertad de los kentukis y actúan en consecuencia, como en la historia de Marvin y el “Club de Liberación”, formado por aliados humanos que se dedican a crear espacios y a proveer los recursos necesarios para que los kentukis puedan existir fuera de la opresión de los dueños (128). Constantemente nos encontramos ante situaciones en las que no es posible aislar el sufrimiento humano del de otros seres vivientes, así como de la violencia ejercida sobre otros entes materiales, incluyendo los kentukis. Los humanos constantemente someten a los kentukis a maltratos, abusos y mutilaciones.

Desde los estudios críticos de animales nos recuerdan que históricamente se han planteado criterios de racionalidad o capacidad moral para defender la desigualdad entre humanos —en relación al género y la raza por ejemplo— y que la igualdad basada en principios como la posibilidad de gozar de una vida plena, o el experimentar dolor y placer, no solo nos ayuda a pensar en la igualdad entre seres humanos, sino a reflexionar sobre nuestra relación con otras especies en igualdad de términos (Cragnolini 20). En este sentido, Donna J. Haraway ha señalado cómo, en las relaciones instrumentales que el humano establece con otras especies, el problema no se encuentra en este tipo de prácticas en sí, sino en el sufrimiento asimétrico entre humanos y no humanos. En consecuencia, Haraway defiende como alternativa la necesidad de compartir el sufrimiento de manera responsable (77). En Kentukis, se elabora y defiende una posición en esta dirección. Si una característica del capitalismo es que la importancia que le asigna a la vida está en función de su valor económico —lo que en el capitalismo digital se expresa en la mercantilización de la información sobre las vidas humanas— la resistencia en contra de este sistema necesariamente pasará por el reconocimiento de que este sistema ejerce una opresión equivalente sobre otras vidas y, por lo tanto, el cuestionamiento de la excepcionalidad humana.

Quizá la historia más productiva para un análisis en este sentido —y con la que termina la novela— es la de Alina, una joven argentina, y su pareja sentimental Sven, un joven danés. Los dos se encuentran en una residencia artística en Vista Hermosa, un pueblo del estado de Oaxaca, México, en donde Sven prepara una exhibición. Movida por la curiosidad y las ganas de alterar la rutina de sus vidas, Alina compra un kentuki con forma de cuervo al que decide llamar Coronel Sanders, haciendo referencia a “el viejo de Kentucky Fried Chicken” (49). Esta referencia explícita no solo permite situar a los artefactos en el marco del consumismo a escala global, sino que además establece un paralelismo, con las implicaciones éticas correspondientes, entre el mercado de pollos para consumo humano masivo y el de estas máquinas. A medida que avanza la novela y empeora la relación con Sven, Alina somete al Coronel a vejaciones que suben progresivamente de nivel, racionalizando esta violencia como una especie de revancha contra la indiferencia de su pareja, quien muestra un interés desmedido por estos aparatos, pero también imaginándose al controlador del kentuki “como un hombre viejo y desnudo sentado en una cama de sábanas húmedas” (109). En el final de la novela, tanto Alina como los lectores descubrimos que el controlador del Coronel es un chico de siete años que fue testigo de los ultrajes que la chica perpetró contra el aparato. Todas las interacciones fueron además grabadas y forman parte de la exhibición creada por Sven, que examina las relaciones que surgen con la irrupción de los kentukis en la vida cotidiana de los humanos. En la siguiente cita podemos ver el momento cuando Alina, después de recorrer algunas de las salas de la exhibición creada por su pareja, llega al espacio en donde encuentra al Coronel y a un par de pantallas que muestran grabaciones de ella y del chico. En este lugar se lleva a cabo un proceso reflexivo-afectivo mediante el cual Alina reconoce las implicaciones de sus actos:

[El chico] [e]staba ahí frente a las decapitaciones, paralizado de terror; estaba ahí la tarde en que lo colgó del ventilador, le cortó las alitas y, frente a cámara, las prendió fuego con el encendedor de la cocina. Estaba ahí anoche cuando, aburrida en la cama y ya sin saber qué hacer, lo levantó del piso y, con el cuchillo que había usado para almorzar, le apuñaló los ojos hasta rayar la pantalla. (219)

La situación enfrentada por Alina es un recordatorio de cuán interconectados estamos todos los seres que formamos parte del mundo material, en donde la violencia tiene consecuencias impredecibles y el sufrimiento no puede ser contenido. El uso de la anáfora no solo enfatiza el carácter repetitivo de los abusos, sino que nos ubica como testigos y partícipes en estas situaciones. La audiencia, como el chico, ‘estaba ahí’ presenciando las vejaciones y consumiendo la violencia. Asimismo, esta representación del sufrimiento nos coloca a los lectores en una situación en donde la empatía que sentimos oscila entre el chico, Alina y el Coronel.

Experiencias afectivas similares a la anterior han sido exploradas por otros artistas contemporáneos. En particular, la exhibición de Sven evoca el video performance Naked (2009), de Tove Kjellmark. En este performance, la artista sueca incita a la audiencia a cuestionarse sus propias ideas preconcebidas sobre la relación entre humanos, animales no humanos y máquinas. El video inicia con un panda mecánico de peluche siendo transportado sobre una mesa clínica de metal por dos personas en ropa quirúrgica. Al llegar a una especie de quirófano, el panda es trasferido a otra mesa en el centro de este espacio y enseguida empieza a ser preparado con meticulosidad para lo que adivinamos será algún tipo de procedimiento. Durante el resto del video atestiguamos cómo poco a poco una de las personas le va quitando con un bisturí el peluche al panda. Esta operación se lleva a cabo mientras el muñeco se mueve ligeramente y emite una mezcla de gruñidos y otros sonidos no muy distintos a los que haría un bebé humano. Al terminar, la cámara nos muestra el ‘esqueleto’ de plástico y los cables del muñeco, que no ha dejado de moverse ni ha permanecido en silencio. Rick Dolphijn y Tove Kjellmark proponen que “experiences like these play with our passions and most convincingly realize the crisis (ecological, digital, but then also capitalist) that make up our everyday lives today” (427). En este sentido y de acuerdo con los autores, más que criticar o defender la hipótesis cartesiana sobre la capacidad cognitiva de los animales no humanos, el arte de lo ‘tecnoanimal’ es efectivo para representar las crisis anteriormente mencionadas y sus consecuencias, pues desencadena al mismo tiempo procesos reflexivos y afectivos, “compelling us to rethink the same question over and over again: ‘What happened…?’” (427). En Kentukis, el de la pareja de Alina es un proyecto análogo, en el que como audiencia experimentamos una combinación de procesos afectivos y reflexivos sobre nuestro papel como consumidores digitales de emociones y nuestra responsabilidad en la mercantilización del sufrimiento.

La secuencia que siguen las salas de la exhibición creada por el artista danés en la novela está pensada para maximizar las reacciones afectivas de sus visitantes y requerir un nivel progresivo de involucramiento emocional, desde las interacciones sencillas de los visitantes con los kentukis que tienen lugar en la primera sala, hasta el espacio en el que se presentan las vejaciones que Alina cometió contra el Coronel y las reacciones de su controlador. Sin embargo, la novela incluye un nivel introspectivo adicional. Desde el punto de vista de los lectores, el recorrido de Alina por las salas de exhibición se vuelve un acto de performance en sí mismo. El personaje de Alina ha tomado el lugar del panda en la mesa quirúrgica del video performance de Kjellmark: “Sven la había exhibido en su propio pedestal, la había separado tan pulcramente en todas sus partes que ahora ella no sabía cómo moverse” (219). En efecto, como la audiencia del video performance, los lectores de la novela somos forzados a preguntarnos qué pasó una y otra vez, y a tratar de buscar respuestas en nuestros propios sentimientos y en las reflexiones generadas por la situación.

La continuidad de los procesos empáticos que abarcan a las personas y a los kentukis, como tecnoanimales, pone en evidencia los frágiles límites de lo humano. Además, la novela sugiere que la creación artística es un medio fundamental de (re)conocimiento y auto(re)conocimiento, un espejo que pone en evidencia la inequidad del sufrimiento entre especies y al mismo tiempo les permite a los humanos comprender que la violencia que ejerce el sistema económico capitalista sobre otras especies, y de hecho sobre otros entes materiales, no está separada de la violencia que ejerce sobre los humanos mismos.

Consideraciones finales

Kentukis es una novela que forma parte del diálogo abierto sobre los dilemas de una realidad global mediada por la tecnología, así como de las expresiones artísticas que los examinan. En este trabajo me he enfocado en cómo la novela nos ayuda a reflexionar sobre los efectos del capitalismo digital desde la perspectiva de lo poshumano. He sugerido que una aproximación productiva para el análisis de estas relaciones tiene como punto de partida el espacio liminal entre el ‘tener’ de los dueños y el ‘ser’ de los controladores de los kentukis. Es en este espacio en donde nociones como las del consumismo tecnológico globalizado, el lenguaje mediado por la tecnología y la mercantilización del sufrimiento le sirven a la autora para desestabilizar lo que entendemos por humano y no humano en el mundo actual. Además, al hacer evidentes estos procesos, nos sugiere vías para aproximarnos a esta nueva realidad y tratar de entenderla, con distintas formas de expresión artística en primera línea.

Esta claro que, en esta novela, Samanta Schweblin no está preocupada por dicotomías esencialistas que enfrenten a la humanidad y a las máquinas. La presencia de los robots personales en el mundo de Kentukis se da por sentada y se presenta como un fenómeno irreversible. Sin embargo, la interdependencia de humanos y kentukis tampoco dejaría satisfechos a los propulsores del transhumanismo. Los kentukis no son una alternativa para mejorar las capacidades del cuerpo humano en un sentido estricto. Estos aparatos irrumpen en el universo de la novela y son agentes detonantes de una nueva realidad que, aunque distinta, es bastante reconocible. Una realidad donde la presencia de la tecnología no es una señal de la superioridad humana, sino por el contrario, pone en evidencia la fragilidad de los límites de lo humano y las asimetrías en las relaciones que los humanos establecen con otros seres vivos y entes materiales, sobre todo desde un punto de vista ético.

En este análisis han quedado sin comentar con la profundidad que se merecen cuestiones como las relaciones filiales, los afectos, el altruismo y los intereses personales, los roles de género, la inocencia y su pérdida, el activismo, y lo público y lo privado en la era de las redes sociales, por mencionar algunas. Sin embargo, no me cabe duda que, dadas las posibilidades de lectura a las que se presta esta obra, habrá muchas más y más variadas aproximaciones críticas en los años por venir.