Las pérdidas humanas y materiales acarreadas por la Primera Guerra Mundial avivaron un deseo de cooperación entre países que en adelante garantizara la paz, la seguridad, el concierto internacional, el desarme y el arbitraje de los conflictos entre países. Con estos objetivos vio la luz en 1919 la Sociedad de Naciones (SDN), un organismo supranacional con sede en Ginebra, cuyas bases quedaron recogidas en el mismo Tratado de Versalles que puso fin oficial a la contienda bélica.[1] El último de los célebres catorce puntos, que el presidente norteamericano Woodrow Wilson había traído consigo a París para negociar la paz, inspiró la configuración de la Sociedad de Naciones. Además de obedecer a motivaciones idealistas, la creación de la SDN respondía indudablemente a los cambios originados por el reordenamiento internacional posbélico y a las latentes nuevas luchas de poder entre naciones. A este respecto, y como atinadamente señala José Luis Neila Hernández, “en última instancia [la Sociedad de Naciones] sería un instrumento en manos de los vencedores para camuflar y legitimar el nuevo ‘status quo’ acorde a sus intereses y aspiraciones” (Neila Hernández, “España y el modelo” 1375). En España, tanto estadistas como opinión pública enardecieron en torno a este tema un gran debate que derivó en la necesidad de redefinir el lugar donde debía situarse la nación dentro del nuevo orden global (1376). El escritor y periodista José Plá Cárcenas fue uno de los pioneros que, desde el ámbito de la intelectualidad y el periodismo, abonó este campo de controversias que había sembrado la gestación de la SDN.[2] Tras iniciar la carrera militar, disfrutar de una estancia en Inglaterra y trabajar en la secretaría de la SDN (Plá Cácenas, Misión 1), Plá discurrió sobre la naturaleza e ideales que debían regir la organización en La misión internacional de la raza hispánica (1928).[3] Alejado del tono más lingüístico de su estudio anterior sobre la evolución de la fórmula de tratamiento de “vuestra merced” a “usted” (Plá Cácenas, “La evolución del tratamiento ‘Vuestra Merced’”), este ensayo breve se acerca a asuntos de política internacional y hegemonía hispana en el mapa mundial examinando, nueve años después de la creación de la SDN, el papel que debía desempeñar “el genio hispánico”.
Este artículo analiza en La misión internacional de la raza hispánica la retórica del poder y del universalismo que emplea Plá para construir un discurso legitimador de lo hispano como fuerza motora de pacificación unificadora del mundo moderno ante los retos que planteaba la SDN. Partiendo del concepto de “universalismo” teorizado por Immanuel Wallerstein, examino las dinámicas de poder subyacentes al significado de justicia que Plá rescata del pasado. Con ello muestro cómo la SDN se convierte para el autor en un instrumento útil en un intento de recuperación de la hegemonía mundial que la exmetrópoli había empezado a perder en el siglo XVII, consumándose su fin en 1898. La SDN se imagina así como un mecanismo institucional de autoridad e intervención, lucha de valores y poder sobre las naciones que no solo se disputaban los ganadores de la Primera Guerra Mundial, sino también las potencias neutrales como España y el conjunto de repúblicas hispanohablantes.[4] Mediante el trazo de una genealogía de teólogos españoles del siglo XVI (Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, San Isidro de Sevilla o San Raimundo de Peñafort, “apóstoles de futuras ideas”) que reflexionaron sobre nociones de derecho internacional en el contexto de la colonización de América, Plá muestra el mundo premoderno hispano como el único precedente de esa unidad jurídica internacional a que se aspiraba en el presente, presentando España como legítima interventora en él y soberana moral en estos asuntos.[5] En este sentido, Wallerstein arguye que históricamente los países interventores en el orden mundial “always resort to a moral justification –natural law and Christianity in the sixteen century, the civilizing mission in the nineteenth century, and human rights and democracy in the late twenty-first centuries […] The moral case of the intervenors is always sullied by the material interests of the intervenors that are being served by the intervention” (27). Para Wallerstein, cuestionar el universalismo en los valores de los países interventores revela su propio ser en tanto que fabricación social naturalizada, lo cual obliga a repensar el criterio mismo de universalidad:
If one observes that these universal values are the social creation of the dominant strata in a particular world-system, however, one opens up the issue [of ambiguity] more fundamentally. What we are using as a criterion is not global universalism but European universalism, a set of doctrines and ethical views that derive from a European universalism, a set of doctrines and ethical views that derive from a European context, and aspire to be, or are presented as, global universal values, –what many of its espousers call natural law. (27-28)
Al proponer el liderazgo del bloque hispánico en el devenir de la SDN, La misión internacional persigue apropiarse de esos valores universalistas resignificándolos como genuinamente hispanos, no europeos. Con ello se reta tanto el dominio de los imperios residuales (inglés y francés) como la amenaza de los emergentes (Estados Unidos). Tal y como acertadamente señala Yannick Wehrli, citando el informe anual que el ministro de asuntos exteriores de Ecuador leyó en 1930 delante del Congreso Nacional de su país, “there were ‘two poles that offset and balanced our destiny as tributary of the Old and New World’: Washington and Geneva” (1). Plá desestabiliza simbólicamente esta balanza proponiendo el liderazgo de las realidades nacionales que conforman el Atlántico hispano.
La creación de la SDN reabrió en el contexto global el ya conocido debate decimonónico entre las corrientes de pensamiento que vehiculizaron a finales del siglo XIX una nueva forma de entendimiento y sistematización filosófico-jurídica del derecho: el iusnaturalismo del periodo premoderno (la Escolástica Medieval) y el positivismo de la modernidad (racionalismo de la Edad Moderna). Frente a la defensa del derecho natural e inmanente a la naturaleza humana en que el iusnatularismo había asentado sus postulados durante siglos, a lo largo del siglo XIX ve la luz la noción del derecho positivo: un conjunto de normas jurídicas escritas y sujetas a la legitimidad. En la fuente de esa legitimidad, precisamente, radicaba el cambio de paradigma que trae el mundo moderno. Luigi Ferrajoli expone en este sentido que:
El iusnaturalismo 'como corriente de pensamiento según la cual una ley, por ser ley, debe ser conforme a justicia [se asentaba] […] en [la] ausencia de un sistema exclusivo y exhaustivo de fuentes positivas [por lo que] era precisamente el derecho natural el que valía, como sistema de normas a las que se suponía intrínsecamente ‘verdaderas’ o ‘justas’, como ‘derecho común’, es decir, como parámetro de legitimación tanto de las tesis de la doctrina como de la práctica judicial" (191) […] Lo que cambia [con el mundo moderno] es el título de legitimación, que ya no es la autoridad de los doctores, sino la autoridad de la fuente de producción; no la verdad, sino la legalidad; no la sustancia, es decir, la intrínseca justicia, sino la forma de los actos normativos. Auctoritas non veritas facit legem: éste es el principio convencional del positivismo jurídico recogido por Hobbes en el ya recordado Diálogo, como alternativa a la fórmula contraria que expresa el principio opuesto, ético-cognoscitivo, del iusnaturalismo (189-190).
Los planteamientos señalados se trasladaron al imperativo de asentar las bases del derecho internacional moderno, sobre todo tras el resquebrajamiento posbélico de los imperios otomano, Bismarckiano (alemán) y austrohúngaro, que habían perdido la guerra contra la Entente (Reino Unido, Francia, Italia, Rusia, Serbia y EE. UU.), y el consecuente surgimiento de nuevos países. La SDN se constituyó en el organismo promotor de esas conversaciones encaminadas a fines humanitarios (luchar contra la impunidad de los crímenes de la guerra y la defensa del pacifismo), pero también a establecer las nuevas dinámicas de poder mundial (el control internacional de las colonias y la gestión del desmembramiento imperial y del auge nacionalista) (Fernández Liesa 184). Los cambios desatados en el contexto internacional durante el periodo de entreguerras hicieron que esta segunda función de la SDN conllevara la urgente creación de un ordenamiento jurídico. La conceptualización de regulaciones del derecho internacional “se vio impulsada y fortalecida por la nueva corriente denominada ‘iuspositivismo de valores’, según la cual la clásica dicotomía ética entre lo bueno y lo malo debía tener un contenido jurídico a través de la diferenciación entre lo justo y lo injusto no solo a través de ideas o principios de razón superior (iusnatualismo) sino también a través de normas” (Gamarra Chopo, “Rafael” 335). Aunque estas normas y valores buscaban poner fin a la legitimidad jurídico-moral del colonialismo anterior, que se apoyaba en la conceptuación racista de la humanidad y sus pueblos supuestamente “civilizados, bárbaros y salvajes” (Lorimer 101), lo cierto es que ese propósito encerraba la semilla misma de la lógica colonialista en pleno siglo XX. La disputa de esos principios de la SDN no era otra que la que enfrentaba a las potencias europeas por el nuevo control global en el contexto del reajuste de poder tras las consecuencias territoriales y políticas de la Gran Guerra.
El 25 de enero de 1919 se dictó por unanimidad la resolución que dio paso a la creación de la Sociedad de Naciones.[6] Tres fueron sus órganos principales: la Asamblea General (cuyos estados miembros eran los encargados de escoger a los miembros no permanentes del Consejo), el Consejo (constituido por cuatro miembros permanentes y cuatro no permanentes en cuya responsabilidad recaía el estudio de cuestiones vinculadas a la paz mundial) y la Secretaría General (a la que se asignó la preparación de documentos tanto para la Asamblea como para el Consejo) (Alguacil Cuenca 305). Pese a que España asumió durante la Primera Guerra Mundial el papel de Estado no beligerante, fue uno de los trece países invitados a formar parte de la SDN como miembro fundador y no permanente del Consejo (artículo 4.1) (306). El 14 de agosto de 1920, la aprobación de las Cortes y la sanción del rey confirmaron la entrada de España en el organismo, cuya acogida favorable en el ámbito politicosocial no estuvo exenta de discrepancias que rememoraban la polarización suscitada entre germanófilos y aliadófilos durante el devenir de la Gran Guerra:
Desde las posturas más maximalistas de socialistas, republicanos y liberales de signo progresista […] se asoció el ingreso en la Sociedad de Naciones con la paz y la necesaria homologación de las estructuras internas con aquellos principios liberales y democráticos. […] el Partido Liberal, no sin diferencias de matiz en su seno, apoyó firmemente la adhesión de España, pero sin deducir la necesidad de cambios en el régimen político. Las reticencias harían acto de presencia en el seno del partido Conservador, cuyos líderes […] acogieron la adhesión de España, pero ensalzando la neutralidad española y la defensa de la soberanía nacional. Las fuerzas más reaccionarias, por su lado, como el Partido Carlista o la mayor parte del Ejército, manifestaron sus reservas hacia la viabilidad de aquel proyecto internacional." (Neila Hernández, “España y la Sociedad” 53)
A la división interna que causaban los diferentes partidos e ideologías se sumó muy pronto la disconformidad ante el puesto no permanente de España en la SDN que heredó el primorriverismo tras su subida al poder en 1923, pero también la euforia por los éxitos bélicos en las nuevas campañas colonizadoras del norte africano. Las victorias bélicas del régimen en Marruecos hicieron creer al dictador que había llegado la ocasión de reivindicar España en los escenarios internacionales (González Calleja 118). Sus intereses africanistas (incorporar la ciudad de Tánger al Protectorado español) y el anhelo por posicionarse como gran potencia convirtiendo el país en miembro permanente de la SDN en 1926 llevaron incluso a Primo de Rivera a amenazar con la salida de España del organismo, intención que se abandonó en 1928 tras la falta de apoyos internacionales (Moreno Luzón and Villares 533–34). Estos recelos hicieron que, hasta la llegada de la II República, la SDN se conceptualizara desde un punto de vista utilitarista: "[Para la Monarquía y la dictadura de Primo de Rivera] la Sociedad de Naciones fue básicamente un instrumento, útil en la medida en que pudiera servir a los intereses nacionales, ya fuera prioritariamente hacia su política mediterránea o en los designios de su política de prestigio y el afán por ser reconocida como una gran potencia (Neila Hernández, “España y la Sociedad” 53). Tanto estas ambiciones exteriores surgidas en torno a la SDN, como las nuevas políticas de propaganda principiadas por el régimen, abonaron durante los años veinte un terreno de cultivo fértil en el campo simbólico-intelectual.
Como en otros países, la SDN despertó en la España de principios del siglo XX una recepción académica viva, encaminada a discurrir sobre el ser y las aspiraciones de este organismo. Entre los estudiosos involucrados, José Luis Neila Hernández destaca los nombres de “R. de Dalmau (Marqués de Olivart). C. Montoliú, A. Posada, J. de Orúe o el que fuera ministro de Estado durante la Dictadura de Primo de Rivera, J. M. Yaguas Messía (6) [que] suelen ofrecer una perspectiva iusnaturalista cristiana, conscientemente vinculada a la desarrollada por los teólogos-juristas españoles de los siglos XVI y XVII –F. Vitoria y F. Suárez, fundamentalmente (7)” (Neila Hernández, “España y el modelo” 1378). Estos nombres se suman a los de intelectuales y políticos como Salvador de Madariaga, Manuel Azaña, Pablo de Azcárate, Nicolás Alcalá Zamora, Rafael de Altamira o José Ortega y Gasset cuya contribución, aunque menor, resultó destacablemente valiosa (1378-83). Pese a la importancia de la perspectiva de Plá en estas disquisiciones, Neila Hernández no lo recoge como uno de esos pioneros.[7] El carácter marginal que ha deparado a Plá la crítica interesada en la reacción intelectual tras la incorporación de España a la SDN no difiere del recibido por su ensayo. Joan Ramón Resina lo menciona en la aclaración del equívoco que suscitan su autor, José Plá, y el escritor y periodista catalán Josep Plá Casadevall, al tiempo que define su ensayo como neoimperial (206). El sueño de la madre patria: hispanoamericanismo y nacionalismo (2005), de Isidoro Sepúlveda Muñoz, también alude tímidamente a esta obra, concretamente a “su objetivo internacional de 'raza hispánica” en la conjunción de intereses hispanoamericanos en la Sociedad de Naciones" (118). Pese al incuestionable valor que ofrece La misión internacional en la reconstrucción del contexto de la España posimperial y de los proyectos nacionales y transnacionales que se idearon a lo largo del Atlántico hispano, parece no haber incitado el interés que merece. En este ensayo, Plá no sólo contribuye activamente a la recuperación de debates jurídicos inaugurados por teólogos-juristas españoles del periodo colonial y vigentes en su presente histórico, sino que con ello reimagina España de dos maneras: en primer lugar, como nación moderna en el contexto de la modernidad europea y, en segundo lugar, como eje de una unidad centrípeto-federal que aglutinaría a todos los pueblos de la península (España y Portugal) y centrífugo-transatlántico que reuniría nuevamente a las excolonias (las repúblicas hispanoamericanas) y la exmetrópoli (España). Para Plá, la SDN constituye esa fuerza propulsora capaz de constituir una realidad iberoamericana y transformarla, como en los siglos XVI-XVII, en potencia global del nuevo siglo XX.
La misión internacional de la raza se halla dividida en tres capítulos: “La misión internacional de España”, “El ideal hispanoamericanista” y “La aspiración hispánica hacia una comunidad internacional”. El espíritu de todos ellos alienta una necesaria transformación de la política de expansión española, de la “antigua acción material en espiritual” (cita indirecta del Idearium español de Ángel Ganivet [35]), imperativo de acción que solo podía emprenderse en el marco de “las oportunidades que para la realización de su destino histórico ofrece a España la SDN […] ¿Dónde, sino en Ginebra, ha de ser posible desarrollar una política de ese cuño espiritual?” (29, 36). La SDN figura así en el ensayo como un organismo internacional que facilitaría la vuelta de la España posimperial a la esfera global. Igualmente, España jugaba en el ideario de Plá un papel predominante para la SDN “como imparcial mediadora entre posibles grupos opuestos” (37) dada su neutralidad durante la guerra, y también como pionera de una unificación de pueblos proveniente de su pasado como potencia imperial católica. Plá construye en torno a esta visión de la actuación española en el presente (nacional-neutral) y el pasado (imperial-unificadora) la legitimidad histórica para reclamar la restitución de España en el mundo. De hecho, la aspiración reunificadora del mundo moderno posbélico impulsada por la SDN no distaba del principio universal-unificador que había inspirado la empresa imperial española y que debía recuperarse en la agenda de los años veinte: “La actuación extranjera de España, para estar acorde con su genio y su situación en el mundo, tiene que ser marcadamente imperial, dado a esta palabra el sentido noble de gestión ecuménica” (30). La cuestión de la universalidad a la que apela esta cita resulta marcadamente problemática no solo porque, como sostiene Wallerstein “[…] there is nothing so ethnocentric, so particularist, as the claim of universalism” (40), sino por su dinámica de neocolonialidad. Al final del primer capítulo, el ensayo concluye que solo la recuperación de esa gestión ecuménica “será entonces el retorno de los áureos tiempos de la raza” (Plá, Misión 43), aquella conformada por la Monarquía Hispánica, previa independencia de Portugal en 1640.[8]
Plá señala dos como los valores compartidos que subyacen al espíritu de la SDN y que rigieron la Monarquía Hispánica hasta 1640 por su supuesta universalidad: el genio hispano y el catolicismo. La misión internacional reconstruye textualmente la idea de conquista y colonización como aparente acto posibilitador la unión de la individualidad de los pueblos dentro de una unidad superior sin asimetrías de poder (cursiva mía). El genio hispano resulta así en un ser atemporal cuya misión histórica ha tendido a conjugar “la independencia de los caracteres individuales y la nobleza del carácter colectivo” (21-22). Plá se sirve de esta cita de su historiador portugués coetáneo Oliveria Martins para ennoblecer lo que él entiende como conjugación de “la parte” y “el todo” (totum pro parte), cada territorio dentro de la unidad imperial, cada nación dentro de la SDN. Recurriendo nuevamente a Martins, Plá ve en España y en los españoles a “los apóstoles de las futuras ideas” que, como en el pasado, se constituirían en los auténticos garantes del futuro mundial y del “engrandecimiento nacional”. La reunificación mundial tras la Gran Guerra y el surgimiento de nuevas naciones sería dable posicionando el genio hispano como potencia unificadora cuya fuerza motriz emanaba del catolicismo: “Las épocas históricas que vieron esas gloriosas gestas de la raza exigían que la unidad espiritual se confundiese con la unidad religiosa. […] El catolicismo quedó para siempre asegurando como religión única en la Península. Y hermana suya, en el campo político, fue la unidad nacional” (23). La traslación de lo religioso a lo político (en época premoderna) y de lo espiritual a lo institucional (en plena modernidad) garantizaría la ansiada unificación del mundo moderno posimperial que anhelaba la SDN, unificación cuyo impulso ya había materializado el genio hispano en su historia anterior y debía volver a materializar en el presente:
¿Ha de terminar ahí la aspiración unificadora, la tendencia católica, en el más amplio sentido de esta palabra, del genio de la raza? Si el pueblo español –cuando en su voluntad surgió un ideal común lo suficientemente excelso para avasallar a su individualismo legendario, transformándolo en admirable instrumento de la acción colectiva— se reveló, como elemento histórico universal con una concepción peninsular, y su imperialismo fue fuego dos veces continental, ¿no es lógico trabajar porque avance en su evolución y se proponga como etapa suprema de su misión étnica la unidad espiritual del Globo? (24)
Sobre las bases de estos universales La misión internacional legitima la importancia del carácter de miembro permanente español en la SDN. Alcanzar un papel activo y determinante en esta institución supondría el garante de la vuelta de España al liderazgo internacional favoreciendo su reacercamiento a América.
Si alrededor del ideal de la Sociedad de las Naciones, lográsemos reconstituir la unión familiar de todos los pueblos hispánicos, cumpliríamos una gran misión histórica y daríamos vida a una creación grande, original, nueva en los fastos políticos; y al cumplir esa misión no trabajaríamos solamente en beneficio de una idea generosa, pero sin utilidad práctica, sino que trabajaríamos también por nuestros intereses propios […] Será entonces el retorno a los áureos tiempos de la raza. (42)
No se trataba tanto de intereses materiales sino culturales e identitarios.[9] Como años atrás había dicho Ortega y Gasset, junto a la acción oficial de la Comisión ginebrina, España debía abocar por una Asociación pro-Sociedad de Naciones impulsada por la intelectualidad del país (ateneos, asociaciones de presa, universidades, etc.) y su contraparte en Latinoamérica (cit. en Solé 137). Así, el ensayo de Plá apela al intercambio de profesores, artistas, periódicos y libros “del grupo racial [hispánico]”, la convalidación de títulos académicos y la lucha frente a la “influencia deshispanizante de otras culturas” (Plá Cácenas, Misión 62). El deseo de aproximación poscolonial reafirmaba nuevamente a ojos de Plá la universalidad construida alrededor del genio hispano y el valor unificador del catolicismo que lo inspiraba.
La SDN se conceptualiza en La misión internacional como la plataforma idónea para la construcción del discurso del iberoamericanismo y el acercamiento de “ambos mundos”.[10] La misma estrategia textual de correspondencia entre los ideales de la SDN y la España imperial emplea el ensayo para equiparar las identidades que conforman el imaginario iberoamericano bajo un mismo mito familiar. Para Plá, la búsqueda del “ideal de raza” (51) que perseguían las jóvenes realidades americanas a principios del siglo XX solo podía remitir a la antigua “madre patria” (referida ahora como “una hermana” (54), a su “genio” y a su misión histórica entendida como vínculo de la humanidad conjunta. En torno a esos valores ideados como universalistas subsume Plá la compleja heterogeneidad de parte del continente americano en una genealogía hispánica. Únicamente desde la unidad, podría la raza hispánica acceder y liderar la SDN.
En el Pacto de la Sociedad de Naciones se encuentra el germen de la ansiada unidad jurídica del mundo. Sólo [sic] falta la devota pasión que lo fecunde. España, pueblo pasional por excelencia –Salvador Madariaga lo ha precisado en su último libro (1) — tiene el sagrado deber de vigorizar la gran cruzada. Su genio se lo dicta. Su misión histórica se lo exige. Genio y misión que con ella comparten las Repúblicas de su sangre. (69)
Como se aprecia en esta cita, es en España donde Plá ve esa fuerza cinética capaz de vigorizar en el presente la raza hispánica, garantizando un lugar destacado de Latinoamérica en el mundo. Si bien recuperar la quebrada unidad imperial se estima imprescindible en la reconquista de un papel hegemónico para España, sin España las partes de esa unidad imperial (las antiguas colonias) no podrían acceder al mundo moderno.[11] Construir el discurso del relato familiar de ascendencia hispana legitimaba de esta manera la pertenencia a una unidad supranacional y atemporal (el iberoamericanismo en ciernes) que, paralelamente, se conectaba con otra unidad superior y universal: la de la humanidad:
Crear un ideal de raza, enseñar al pueblo que tiene una misión histórica que cumplir; que cada acto de su vida tiene que armonizarse con otros actos hacia algo superior: que el ciudadano pertenece a un pueblo histórico y no a un rebaño que pastorea al azar; que cada pueblo, realmente histórico, está formando, día por día, la conciencia humana universal. A la América hispana le hace falta, explica [Luis López de Mesa], 'una tecnocracia con la visión clara y normativa de una misión histórica, de una misión ideal que guíe el pueblo a través de sus vicisitudes y le conforte en las horas del sacrificio; una misión espiritual que en lo interno sea el núcleo de actividad de la nación y su conciencia mora, y en lo externo contribuya, según su alcance, a la constante creación y engrandecimientos del espíritu humano como un todo que tienda a destinos supremos. (51)
Con esta cita del científico colombiano, Plá muestra España como el camino de acceso hacia la universalidad: ese se considera su papel histórico. Pese a que en La misión internacional se enfatiza que la intención del ensayo queda lejos de apelar a una reconquista material, imperial e cultural de América (58-64), incluso de una actitud de “superioridad o tutelaje” (55), tras esta retórica de universalidad late firmemente lo que Wallerstein denomina “sistema mundo”, donde “lo universal” (hispano) desata la matriz de poder colonial en un contexto moderno: “It is the modern world-system that reified the binary distinctions, and notably the one between universalism (which it claimed that the dominant elements incarnated) and particularism (which it attributed to all those who were being dominated)” (48).
La dinámica neocolonial inherente al binomio “universal / particular” alcanza dentro del ensayo lo jurídico. Precisamente desde este ámbito de la ley ideó la SDN a principios del siglo XX un mecanismo institucional, no solo de unidad posbélica, sino de autoridad e intervención en caso de nuevo conflicto. La gestación de un marco jurídico internacional avivó un debate ya antiguo sobre la existencia de esas leyes universales, cuya aplicación superaba las fronteras europeas. Plá participa de este debate atribuyéndole a los teólogos españoles un sentido de modernidad y universalidad en pleno mundo premoderno. Además de haber concebido esa “unidad a que el mundo moderno aspira[ba]” (Plá Cácenas, Misión 25), en esos visionarios se hace recaer el germen del ideal de justicia que se estaba forjando entonces. El primero de esos pensadores es Raimundo Lulio (Ramon Llull, 1232-1316) que en plena Edad Media publica una narración utópica (Blanquerna: Pare Sant!) donde conjetura sobre la manera de establecer la paz perpetua entre las naciones (81): “Dos ideas merecen destacarse, por su modernidad, de esta interesante anticipación de la Sociedad de las Naciones: la idea de reunir en asamblea anual a las potencias y la de imponer sanciones económicas a la nación en rebeldía” (82). La alabanza a Lulio se extiende al teólogo y jurista Francisco Eximenis (1340-1409) y a su tratado De regiment de prínceps e de la cosa pública donde “[se] predica la creación de una entidad política ecuménica” (82).
Entre los teólogos legistas del renacimiento español, Plá dedica amplio espacio a discurrir sobre Francisco de Vitoria (1480-1546) como verdadero ideólogo del ius gentium (derecho de gentes) y de lo que la SDN deseaba encarnar:
Vitoria es un convencido de la unidad del género humano, un preconizador de la creación del Estado universal. Pero su concepción jurídica rebasa grandemente el exclusivista ideal religioso de la Edad Media, pues no limita el radio de acción del derecho de gentes a la cristiandad. Para él los príncipes y los pueblos infieles tienen los mismos derechos que los cristianos. Los cánones del derecho de gentes son idénticamente aplicables a los unos y a los otros. Tampoco domina en la mentalidad del dominico vasco la noción medieval, sostenida magistralmente por el Dante, de un Imperio universal superior a todos los Estados. Reconoce la soberanía de los Estados, pero firma que se hallan ligados los unos a los otros en una gran comunidad internacional, regida por los principios fundamentales del derecho natural (cursiva mía). (Plá Cácenas, Misión 84–85)
Plá busca legitimidad a sus planteamientos refiriéndose a Joseph Barthélemy (profesor de Derecho constitucional de la Sorbona), Jaime Brown Scott (presidente del Instituto de Derecho Internacional en Estados Unidos) o Giuseppe Salvioli (profesor de derecho de la Universidad de Nápoles), académicos que reconocieron en el dominico al fundador de la escuela moderna del derecho internacional. Para ellos, el principio de interdependencia de los Estados planteado por Vitoria (no el de independencia planteado por otros autores) recogía el espíritu de vida que hubo en los orígenes de la humanidad “en que todo era común; los individuos tenían iguales derechos sobre todas las cosas” (86). Tanto ese espíritu, originado en el estado de naturaleza humana, como algunos de sus derechos habrían pervivido tras el surgimiento del contrato social. Esta argumentación permite evidenciar en el principio vitoriano su carácter moderno y universal: “Esa concepción, como se ve, era universal, rompía los estrecho cuadros del comienzo de la Edad Media. […] Era, en suma, la idea moderna de una organización jurídica que abrace a la humanidad entera, y cuyos miembros tengan todos los mismos derechos y los mismos deberes” (87). Plá consigue conciliar la tensión entre lo “universal” y “particular” presente en toda organización jurídica internacional apelando a un idealismo igualitario que presuntamente respetaría lo singular de cada pueblo. Nuevamente, se refiere aquí de manera implícita al totum pro parte que definiría el genio hispano:
Había por encima de los Estados de su época […] una comunidad internacional de la cual esos Estados eran miembros, cuya ley era el derecho natural, completado por los usos y costumbres de las naciones, con poder para castigar las infracciones, hacer leyes y penar su violación […] El Pacto de la Sociedad de Naciones de 1919 es una constitución consciente, formulada y escrita, de un cierto número de Estados de la comunidad internacional de Vitoria. (88)
Citando a Salvioli, Plá sustenta la definición del derecho natural “sobre el principio teológico y los sentimientos morales del género humano, abonados por una práctica secular y universal’ (1)” (90). Como sostienen, entre otros Wallerstein, los valores universales inmanentes al denominado derecho natural se nutrieron históricamente de una retórica teológico-moral que construyó un binomio equiparable y naturalizado: valor universal-derecho natural (1). Este binomio, que en el pasado alimentó el mito civilizador de la conquista y colonización de América, legitimaba el basamento del desarrollo y el progreso humano a principios del siglo XX. Lo que vemos en estos albores de la modernidad, señala Wallerstein, “[is] a historical reversion of theorizing about the moral and juridical codes of the world-system” (15). La conceptualización universalista de la SDN materializaba ese sistema-mundo por su episteme y su lugar de enunciación eurocéntrico; la conceptualización universalista que Plá realiza inspirándose en Vitoria, además, daba continuidad a las dinámicas jerárquicas del poder colonial.
A la genealogía de teólogos encabezada por Raimundo Lulio, La misión internacional agrega a Francisco Suárez (1548-1617). El ensayo discute sucintamente su Tractatus de legibus ac deo legislatore (1612) y la aportación teórica que hace al derecho de gentes (ius gentium):
Aunque cada Estado soberano, república o principado, constituya en sí mismo una comunidad autónoma (communitas perfecta), es, sin embargo, al mismo tiempo una parte del Todo cuando se tiene en cuenta la Humanidad, pues nunca esas comunidades se bastan a sí mismas hasta el punto de poder prescindir de la asistencia mutua o de la acción conjunta […] Por tal motivo, necesitan alguna ley que adecuadamente la oriente y ordene en su vida de relación. Y aunque ello en gran parte ya se haga por la razón natural, no resulta ésta, sin embargo, suficiente en todas las contingencias, y convendría, por tanto, que los pueblos estableciesen ellos mismos leyes especiales. (91)
Suárez se cita como otra de las fuentes de autoridad para defender el origen hispano del supuesto equilibrio de poder existente entre lo particular-nacional (ius gentium) y lo universal-humano (ius natural), es decir, entre la idea de comunidad y de una justicia internacional “inmanente” (92). El debate sobre la legitimidad de este equilibrio llevó en el presente a la SDN a plantear contextos en los que su ruptura fuera necesaria, sobre todo cuando uno de los miembros violara el pacto en que se sustentaba esta institución. La respuesta a esos contextos ya se contemplaba, según Plá, en el concepto de guerra justa (ius ad bellum) culminado por Suárez y Vitoria, pero gestado en el pensamiento humanístico anterior de San Isidro de Sevilla (560-636) (Etimologías, 634), San Raimundo de Peñafort (1175-1275) (Summa de casubus poenitentia, 1226) o los autores de las Siete Partidas (s. XIII) de Alfonso X el Sabio. Plá sitúa en el medievo español el origen de la teorización de un orden supranacional que, armonizado con el nacional, tuviera la potestad de romper la medida de esa relación equilibrada solo por medio de una guerra justa. Como se expone citando al jurista belga Ernesto Nys, “la España medieval parece haber heredado la fuerza legislativa de los romanos (1)” (95), del mayor imperio civilizador que se reconoce en la historia de la humanidad. Heredera de la medieval, la España renacentista de Vitoria y Suárez habría conceptualizado el derecho natural, el derecho de gentes y la guerra justa dentro de los parámetros cognoscitivos de lo universalmente justo y ético. Brown Scott (jurista norteamericano), Jacob ter Meulen (jurista holandés) y Christian L. Lange (historiador noruego) permiten reafirmar el alcance tanto del pensamiento adelantado de los teólogos renacentistas, como de su contribución al ámbito de la justicia internacional en el momento actual: “[no sólo] han salvado del gran cataclismo de las concepciones medievales la elevada noción de una comunidad internacional […] [sino que] han inspirado a los fundadores de la nueva ciencia un alto principio de justicia y moralidad” (98). Al recuperar las voces de toda esta miríada de teólogos, validando su modernidad mediante pensadores extranjeros, Plá construye una narrativa esencialista que comunica estrechamente el pasado español y el presente de la SDN: sus ideales y objetivos de progreso humano.
Junto con el derecho natural, el derecho de gentes y la guerra justa, La misión internacional reflexiona acerca del concepto de arbitraje para conducir a la resemantización de España como ejemplo histórico de justicia, humanidad, caridad y ecumenicidad. Las mismas estrategias discursivas ya empleadas en el ensayo emparentan esta noción con los ámbitos (pre)modernos. Plá rememora al jesuita Luis Molina (1535-1601) para discutir su entendimiento del arbitraje como solución pacífica, ante situaciones donde el enfrentamiento bélico parecía justificado por ambas facciones, al tiempo que amparadora de la no interferencia en los respectivos sistemas de justicia (como defendía Francisco Suárez) (95-96). Junto con Molina y Suárez, aludir al jurista Fernando Vázquez de Menchaca (1512-1569) posibilita evidenciar la tendencia civilizadora detrás de la conceptuación del arbitraje en pleno Renacimiento español: “Cuando en un desacuerdo entre dos príncipes resulta dudoso decidir quién tiene la razón de parte suya, ninguno de los dos”, sostiene Vázquez de Menchaca, “puede declarar la guerra al otro. […] las controversias sobre cualquier derecho no deben ser dirimidas por las armas, sino por medio de una sentencia judicial, pues nos parece una costumbre de los bárbaros reconocer al más fuerte el mayor derecho (1)” (96). La definición del arbitraje se equipara a la de la SDN: “Sus palabras casi son idénticas a las que todos los años se oyen en Ginebra”. Proponer soluciones pacíficas ante enfrentamientos armados relacionaba, nuevamente, el pasado español con el presente europeo, donde la guerra se condenaba como crimen internacional (the outlawry of war) (97). La oposición a la barbarie de la guerra y la defensa de la civilización se entronca con la figura de Fray Bartolomé de las Casas, cuyo notorio enfrentamiento con Juan Ginés Sepúlveda es interpretado como defensa de la igualdad jurídica de todas las razas humanas. Plá detecta el mismo síntoma civilizador en “la teoría de los mandatos civilizadores que la Sociedad de Naciones ha[bía] introducido en la práctica del sistema colonial”. Las Casas no habría sido el único ejemplo de humanidad ante el otro; el mismo espíritu de justicia y humanidad de Las Casas se extiende al jurisperito Domingo de Soto (1494-1560). El elenco interminable de teólogos y juristas que Plá despliega contribuye a su reconocimiento como precursores del derecho internacional moderno, a la vez que valedores de los derechos humanos universales. Apoyándose en el historiador inglés Henry Hallam, señala Plá: “Nada más exacto que la observación de ese historiador sobre el fondo genuinamente humanitario, en su doble significado de caritativo y ecuménico, que caracteriza las doctrinas predicadas por nuestros letrados clásicos, precisamente en una época […] en que las razones de Estado debían pasar gravemente sobre sus ánimos” (98). No obstante, lo que se observa en La misión internacional no es solo el inocente canto celebratorio a unos valores universales (problemáticos por eurocéntricos), sino la traslación metonímica de significados que permite resignificar España como nación moderna a partir de sus pensadores premodernos. No se trata de una modernidad material, sino moral y justa motivada por la defensa de valores humanos extemporales y globales, que justificaba para España un papel de miembro permanente en la SDN. Esta demanda se vincula a lo que Wallerstein denomina el derecho de intervención en el mundo moderno: “the defenders of natural law not only had the moral (and of course political) right to intervene but the moral and political duty to intervene” (17).
La misión internacional proyecta sobre el bloque iberoamericano no solo el carácter justo, humano, caritativo y ecuménico desde el que se imagina la España de los siglos pasados, sino la tradición internacionalista, presunta herencia de esta. La confederación o liga hispanoamericana soñada por Simón Bolívar constituye el primero de los ejemplos que se presentan. Esta personalidad mítica se interpreta como ejemplo del genuino deseo por conformar una confederación hispanoamericana que, semejante a la Liga Aquea de Grecia, uniera la América meridional: “La Liga americana [sostenía Bolívar] no debe formarse simplemente sobre las bases de un pacto ordinario para ofensa y defensa como el de la Santa Alianza. Es necesario que la nuestra sea una Sociedad de Naciones hermanas, separadas por ahora en el ejercicio de su soberanía […] pero unidas, fuertes y poderosas para sostenerse contra las agresiones del poder extranjero” (101). Este sueño de Bolívar codiciaba además la creación de un cuerpo anfictiónico que impulsara los intereses comunes de la América Latina, sin dejar de dirimir contiendas entre los distintos Estados. Plá suma a su argumentación la firma del Tratado de Panamá (1826) y la consecuente creación de una asamblea plenipotenciaria reguladora de las relaciones entre naciones asociadas mediante acciones de conciliación y arbitraje en contextos de conflicto (102). Al conjugar la voluntad de ayuda mutua con la defensa de la independencia e integridad territorial, el plan bolivariano de unificación latinoamericana continental evidenciaba los mismos ideales de la SND: “Esa genial iniciativa […] constituye en cierto modo una razón para añadir a los títulos de Simón Bolívar el de precursor de la actual Sociedad de Naciones” (102).[12] El segundo de los ejemplos que se ofrecen es el de Juan Bautista Alberdi y El crimen de la guerra (1895). Parafraseando ideas del ensayo, Plá insiste en la tendencia natural de los herederos del pensamiento hispano a idear realidades supranacionales, compatibles con las nacionales:
Para Alberdi, lo que ha sucedido en la historia interna de cada Estado, tiene que acaecer en la formación de ese Estado, conjunto de Estados, que ha de acabar por ser la Confederación del género humano. Con la formación espontánea de esa Asociación, han de aparecer instituciones internacionales encargadas de decidir y reglar, en nombre de la autoridad soberana del mundo unido, las diferencias […] La gran faz de la democracia moderna es la democracia internacional, el advenimiento del mundo al gobierno del mundo, la soberanía del pueblo-mundo, como garantía de las soberanías nacionales. (107-08)
El derecho internacional y sus progresos, interpreta Plá, no eran para Alberdi la causa que desata la voluntad humana hacia la “unidad general”, “sino la condición inseparable de ese movimiento y de su resultado natural y espontáneo” (109). La continuidad de estas ideas en el presente de la SDN lleva a Plá a comparar a Alberdi con el propio Wilson, viendo en aquel al antecesor de este. Por último, la creencia de Bolívar y Alberdi en los proyectos de unificación entre naciones se fortifica aludiendo al jurisconsulto cubano Calixto Bernal en cuya obra Teoría de la autoridad aplicada a las naciones modernas (1856) es descrita como “un proyecto de constitución federal internacional” (110-12), es decir, un “Proyecto Cubano de Sociedad de Naciones” (109). Junto al de Bernal, se agrega otro proyecto propuesto por el expresidente uruguayo José Batlle y Ordóñez (113-14). Entroncar pensadores y proyectos en la tradición de pensamiento español ayuda a construir esa misma realidad que se busca legitimar: el iberoamericanismo.
Pese al afán de La misión internacional por presentar un iberoamericanismo más idealista, resulta incuestionable su intención pragmática. De hecho, al final del capítulo dos, el ensayo alude a ella como “hispanoamericanismo práctico”. Dicha expresión se toma del proyecto de identidad transatlántica hispana que a principios del siglo XX (entre muchos otros intelectuales de ambas orillas) idea Rafael Altamira en España y el programa hispanoamericanista (1917): “Ante la Humanidad hemos de responder de la conservación de lo que nos es propio y singular como elemento necesario para la civilización universal” (71). A estas palabras de Altamira, Plá agrega “puesto que significando la aportación del genio hispánico, en su expresión más característica, a los esfuerzos de la especie humana para crear una vida internacional más justa, implica el cultivo del grado máximo de lo que nos es propio y singular”. La reiteración de los atributos “propio” y “singular” conforma una realidad homogénea (cultural, racial y lingüísticamente) y diferencial, donde el conglomerado de países heterogéneos que la representan queda colonizado desde el ámbito de la palabra. En esa realidad homogénea se autolegitima la existencia misma de una identidad compartida a ambos lados del Atlántico: la hispánica. Sin embargo, esta conceptualización del iberoamericanismo cruza la frontera de lo simbólico proponiendo medidas concretas que favorezcan el acercamiento entre la antigua metrópoli y sus excolonias. Plá se apropia del plan de Altamira y propone “[la] reorganización de los cuerpos diplomático y consular, con miras a su mayor eficiencia en América; [el] sistemático estudio de las cuestiones económicas, de emigración y de intercambio intelectual; [la] mejora de las comunicaciones con aquellos países, creación de un banco central, etc.” (72). De todas estas medidas, sorprende la que persigue la configuración de una suerte de SDN hispana que proteja “al grupo ibérico” del riesgo de conflicto armado: “A este fin, la próxima Exposición Iberoamericana de Sevilla debería aprovecharse para que España, Portugal y las Repúblicas americanas hicieran una solemne declaración conjunta por cuya virtud se condenara como criminal y fratricida la guerra de agresión y firmaran simultáneamente un Tratado general iberoamericanos de arbitraje integral y obligatorio” (71-72).
En pleno contexto de reagrupación posimperial y posbélica impulsado por movimientos e instituciones pannacionales, La misión internacional de la raza hispánica delinea dos objetivos. Por un lado, recuperar el puesto de hegemonía mundial que la exmetrópoli empezó a perder en el siglo XVII; y, por otro, construir el mito de la “familia hispánica” (116) para reforzar el iberoamericanismo más práctico. La SDN se convierte en un instrumento útil, la nueva fuerza motriz para un eximperio que, ante un ámbito global de reajuste fronterizo, buscaba reinventarse como nación hegemónica de un grupo de naciones. Crear una narrativa genealógica del pensamiento premoderno de teólogos juristas españoles ayuda a Plá a fabricar un discurso civilizador y universalista de España que fundaba las bases de los ideales de la SDN: “Una concepción hermanal —cristiana y superfronteriza— de todo el género humano, y la perdurable aspiración racial a una comunidad política internacional: un viejo ideal hispánico que resulta muy siglo XX” (117). La creación de ese discurso supuestamente civilizador, por universalista, trasluce una dinámica neocolonial basada en la apropiación y el encubrimiento eurocéntrico. La conceptualización premoderna del derecho internacional bebe de la tradición del pensamiento europeo (Mignolo 182), no exclusivamente española. Plá se apropia de ella invisibilizando la aportación de juristas británicos, franceses, alemanes, holandeses o italianos. Esa apropiación es doblemente problemática ya que encierra en una única episteme (la europea) la manera de entender el derecho internacional de la humanidad. A este respecto, Wallerstein ha mostrado cómo eso que hemos llamado “universalismo global” no es sino un “universalismo europeo”:
What we are using as a criterion is not global universalism but European universalism, a set of doctrines and ethical views that derive from a European context, and aspire to be, or are presents as, global universal values –what many of its espousers call natural law. […] It is not that there may not be global universal values. It is rather that we are far from yet knowing what these values are. Global universal values are not given to us; they are created by us. The human enterprise of creating such values is the great moral enterprise of humanity. (27-28)
Desde el punto de vista textual, el discurso civilizador y universalista de Plá legitima para España un lugar protagonista en el transcurso de la historia moderna (como miembro permanente de la SDN) y el avance en la aproximación entre el viejo y nuevo mundo. A esta búsqueda de legitimidad subyacen dinámicas neocoloniales determinantes para la entrada de España a la modernidad.
La SDN estuvo formada por los “estados signatarios del Tratado de Versalles, excepto Alemania. Tres miembros originarios no ratificaron el Tratado de Versalles: EE. UU., Ecuador y Al-Hiyaz (actual Arabia Saudí)” (Alguacil Cuenca 305). En su obra La Sociedad de Naciones. Lo que es y cómo funciona (1929) José Plá definió los objetivos que movieron hacia la creación de este organismo internacional:
"[…] promover la cooperación internacional y alcanzar la paz y seguridad internaciones, por la aceptación de ciertas obligaciones de no recurrir a la guerra, por la prescripción de relaciones francas, justas y honorables entre las naciones, por el firme establecimiento de las normas del derecho internacional como la regla de conducta efectiva entre los gobiernos, y por el mantenimiento de la justicia y un respeto escrupuloso de todas las obligaciones de los tratado en las relaciones recíprocas de los pueblos organizados. (cit. en Hernández 38)
La coetaneidad de “los tres Pla” a principios del siglo XX ha causado cierta confusión en el ámbito académico. Junto con el escritor que nos ocupa, José Plá Cárcenas (1879-1956), compartieron contexto nacional el también escritor y periodista catalán Josep Pla y el aristócrata José Pla Comas. Los pocos datos que se conocen de José Plá Cárcenas se los debemos fundamentalmente al prólogo de La misión internacional de la raza hispánica del diplomático uruguayo Benjamín Fernández y Medina, así como a la obra de Salvador Madariaga Españoles de mi tiempo (1974). Madariaga, amigo de Plá, dedica un capítulo al autor donde hace un somero recorrido biográfico, desde su nacimiento en Cartagena (Murcia) hasta su fallecimiento en Ginebra, reconstruyendo su labor profesional como capitán de infantería marina, profesor auxiliar de español en la Universidad de Londres y periodista en la oficina de información de la Secretaría General de la Sociedad de Naciones. Elementos anecdóticos de la amistad y el trabajo conjunto que realizaron en Ginebra sirven para perfilar la personalidad de Plá como “arbitral, sereno, judicial […] [y] hombre de letras” (288) y para situarlo ideológicamente en tanto que “español objetivo” (286) y “liberal pacífico” (285). A este respecto, Antonio Martín Puerta matiza que se trató de una “procedencia [cursiva mía] ideológica del mundo liberal” (243) que entronca a Plá con muchos otros pensadores que terminaron abrazando el falangismo. Joan Ramón Resina lo sitúa, igualmente, en “Falangist circles in Madrid” (206). Sobre los círculos intelectuales de Plá, en su estudio Maeztu: biografía de un nacionalista español (2003) Pedro Carlos González Cuevas explora la relación que tuvo con otro intelectual de la época, Ramiro de Maeztu, fruto de la cual aparecería “Homenaje a Ramiro de Maeztu” y “Florilegio epistolar de Maeztu” (116).
Según deja constancia el propio José Plá en su introducción de agosto de 1928, este ensayo “se publicó bajo pseudónimo, hace ya meses, en los folletones del diario madrileño El Sol, gracias a cuya generosa autorización puedo hoy reproducirla en este volumen con algunas adiciones al capitulo relativo a la secular aspiración étnica a una comunidad internacional” (Plá Cácenas, Misión vii).
Como bien indica Gloria Solé, la neutralidad de España durante la Gran Guerra la había dejado fuera de la nueva reestructuración del mundo posbélica, algo que la hacía “asist[ir] preocupada y confusa a la reestructuración de un mundo la margen de sus intereses” (131).
La recuperación de teólogos españoles del siglo XVI se extendió entre pensadores y escritores españoles en el contexto de gestación de la SDN. Como señala Yolanda Gamarra Chopo en su estudio “La ilusión española de la Sociedad de Naciones”, el republicanismo liberal español de la época trasladó al presente ideas provenientes de la escolástica española para propulsar España internacionalmente: “La cultura jurídica española, heredada de la tradición escolástica del siglo XVI, contenía elementos positivos que había que aprovechar en la proyección de la política exterior: universalismo, cooperación, ‘guerra justa’, paz, o justicia” (Gamarra Chopo, “Ilusión” 297). De ellos, el concepto de “guerra justa” resultaba cabal en el marco posbélico dado que buscaba “prevenir la guerra, tratar de evitarla, pero una vez desencadenada aplicar los mecanismos para no abandonar al Estado agredido, siempre que, naturalmente, se tratara de una guerra justa” (310). Gamarra Chopo se aproxima a figuras como Camilo Barcia Trelles, Rafael Altamira o Salvador de Madariaga para discutir esta corriente de recuperación del pensamiento teológico-jurídico español anterior. Pese a su incursión en estos círculos intelectuales y de pensamiento, ni José Plá ni La misión internacional de la raza hispánica aparecen mencionados en su artículo.
No es intención de este estudio explorar los complejos caminos que condujeron a la formación de la Sociedad de Naciones o la naturaleza de los debates que suscitó en España desde finales de la década de 1910 hasta la disolución de este organismo en 1946. A estos asuntos se ha dedicado la rama de estudios de las relaciones internacionales en el siglo XX encabezada por estudiosos como José Luis Neila Hernández, María Solé Romeo, José Urbano Martínez Carreras, Celestino del Arenal, José María Jover Zamora, José Martínez Carreras, Marcel Merle, Rafael Calduch, Juan Carlos Pereira y Javier Tusell. El libro que hasta ahora ofrece una visión más holística del tema es La Sociedad de Naciones (1997) de José Luis Neila Hernández.
En su obra The Franco Regime 1936-1975 (533) Stanley G. Payne cita sucintamente la figura de José Plá y su obra El alma en pena de Gibraltrar (1953) para discutir la controversia hispano-británica surgida durante el franquismo en torno al territorio de Gibraltar.
El ensayo mismo ofrece esa aclaración: “(1) Téngase presente que en este escrito el nombre de España es, como en la obra de Oliveira Martins, sinónimo del latino Hispania. Cuanto aquí se dice refiérase, por lo tanto, igualmente a Portugal. Y tratándose de la orientación internacional de la raza, ello es también, naturalmente, aplicable a las Repúblicas Iberoamericanas” (Plá Cácenas, Misión 22). La cita-paratexto que inaugura el primer capítulo, del intelectual mexicano Ezequiel A. Chaves, refuerza esta visión de una España sinérgica capaz de “superar […] la estrechez primitiva de los conceptos de nacionalidad y de raza”, como habría hecho a lo largo de su pasado colonial, y había de volver a realizar en el presente por medio del “iberomaericanismo” (20).
Pese a que Plá niega perseguir una unidad cultural, apelando incluso a la importancia del intercambio con otros países en esta materia, su ensayo naturaliza en torno a lo español el ser esencial de Latinoamérica (Plá Cácenas, Misión 62–63).
Durante las primeras décadas del siglo XX, la aproximación de la exmetropoli y las excolonias
en torno a la idea de la “raza compartida” en lo cultural, religioso, lingüístico e histórico estuvo marcada por fobias y filias hacia el legado colonial español. Al otro lado del Atlántico hispano, los deseos de resistir o continuar este proyecto fueron propulsados por una caterva heterogénea de intelectuales como José Enrique Rodó, José Vasconcelos, José Carlos Mariátegui, Manuel Díaz, Francisco Bilbao, José María Torres Caicedo o el movimiento transnacional y transatlántico feminista “Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispano Americanas”, encabezado por Elena Arizmendi y Sofía Villa de Buentello. A este respecto, se recomienda consultar los estudios que David Marcilhacy ha dedicado a explorar este tema.
En este sentido, Plá alude indirectamente a la amenaza que representaban para el Iberoamericanismo tanto el Latinoamericanismo como el Panamericanismo en ciernes. A este último se refiere apoyándose en voces latinoamericanas del ámbito político:
“Ante la doctrina que osó proclamar ‘América para los americanos’, la Argentina por boca de su presidente Sáenz Peña, responde generosamente que América es para la humanidad entera. Actitud universalista que confirma otro argentino de nuestros días, Juan B. Terán, con esta frase: ‘El ideal de América esta en realizar la misión, hace cuatro siglos pregonada, pero incumplida, de dar una mayor verdad a la fraternidad humana. He ahí cómo llegaría a ser fray Bartolomé de las Casas, por un nuevo sentido más profundo, el apóstol de las Indias.’ En la vasta galería de genios que es el siglo XVI, América puede reconocer en fray Bartolomé su precursor profético, su héroe epónimo, el numen de su vocación humanitaria’ (1). Tal se manifiesta en la joven América la aspiración secular de la raza hispaniza hacia la unidad humana.” (Plá Cácenas, Misión 69–70)
Junto a Roque Sáenz Peña y Juan Benjamín Terán, se incluyen a Benjamín Fernández y Medina, Ezequiel A. Chaves o José León Suárez, entre otros. Del lado español, Plá se apoya en los ideales americanistas de Rafael Altamira (71).
Plá cita en La misión internacional otros ejemplos de ligas o pactos que en Latinoamérica dieron continuidad al sueño unitario de Bolívar: el Congreso Jurídico Iberoamericano de Madrid en 1892 (que abordó la posibilidad de regir las relaciones entre países iberoamericanos a partir de un principio de arbitraje obligatorio, 106); las conferencias de México (1899) y Río de Janeiro (1907); el Congreso Científico de Montevideo y el Congreso Panamericano de 1901 donde “los Estados hispanoamericanos habían firmado entre sí más de veinte tratados de arbitraje, 104)”; y La Liga de Pinheriro (“pacto defensivo y de garantía del sistema constitucional en los países que la formaran –para comenzar se reunirían España, Portugal, Grecia y las Repúblicas americanas”, 103).