Introducción

Najat El Hachmi (n. Nadar, Marruecos 1979-), autora catalana que escribe en catalán, se mudó del Rif a las afueras de Barcelona con su familia cuando tenía 8 años. Ella entró en el escenario literario con la publicación del ensayo Jo també sóc catalana [Yo también soy catalana] en 2004. Cuatro años después se publicó su primera novela L’últim patriarca [El último patriarca] (2008), que fue galardonada el Premio Ramon Llull y el Prix Ulysse.[1]

Partimos de la premisa y la certeza de que Najat El Hachmi es catalana. No solo contribuye a la literatura en catalán, sino al corpus literario catalán. El Hachmi, despreciando el término “segona generació” [segunda generación], se considera parte de la “generació de frontera” [generación de frontera] cuyo “pensament de frontera” [pensamiento de frontera] abarca un entendimiento de “dues realitats diferenciades, una manera de fer, d’actuar, de ser, de sentir, d’estimar, una manera de buscar la felicitat a cavall entre dos mons” [dos realidades diferenciadas, una manera de hacer, de actuar, de ser, de sentir, de estimar, una manera de buscar la felicidad a caballo entre dos mundos] (El Hachmi, Jo també 14). Resulta imprescindible subrayar que la tercera parte de los marroquíes en España viven en Catalunya y el 80 por ciento son imazighen (no árabes) (Folkart 357; Moreras 310). Para Cristián H. Ricci,

La convivencia con los catalanes españoles, la naturaleza amazigh-musulmanes y la utilización voluntaria de la lengua catalana como expresión artística da como resultado cuatro culturas perfectamente definidas; siendo la suma de ellas el fundamento básico de una quinta: híbrida, intersticial e interpelante en igual dimensión tanto de lo autóctono (la cultura amazigh) como lo de ‘foráneo’ (Cataluña) . . . [la escritora El Hachmi es] producto de influencias múltiples y de múltiples pertenencias.(Ricci, “L’últim” 73)

Como señala Debra Faszer-McMahon, a pesar de las valiosas contribuciones que realizan las “Amazigh, Moroccan, Catalan and Spanish women writers” al diálogo y el debate sobre los feminismos transnacionales peninsulares e hispano-marroquíes, las autoras apenas aparecen en los estudios o compendios sobre la literatura hispano-magrebí (18–19). Esta escritora hispana-magrebí de la generación de frontera y de la quinta cultura, Najat El-Hachmi, no solo es española, sino que también es catalana con los matices y las múltiples identidades que conllevan las cuestiones identitarias.

Su novela El lunes nos querrán, ganadora del Premio Nadal de la novela en 2021, traza la trayectoria de una protagonista-narradora anónima (cuyo nombre Naíma se revela solo una vez a final) desde sus años adolescentes bajo el oprimente techo de su padre, sus pocos años de casada en la casa patriarcal de su marido hasta su independencia laboral, económica, académica e intelectual con su mejor amiga, cuyo nombre permanece un enigma a lo largo de la novela. La autodefinición de la narradora sigue un itinerario de indagación y exploración desde el exterior hacia el interior. El autodesarrollo comienza en el espacio urbano periférico, el que es representativo de la marginación socioeconómica de los migrantes rifeños con sus contundentes techos bajos representativos de la opresión doméstica y falocéntrica. Dentro de ese ambiente asfixiante, la narradora presta una atención obsesiva al espacio del cuerpo femenino, un campo de batalla entre expectativas heterónomas y autónomas, cuyo reflejo marca pasos hacia la autodefinición. Los espejos aparecen repetidas veces a lo largo de la novela, y particularmente en escenas reveladoras y puntos giratorios. Estos espejos catalizan la autoconciencia y se asocian con la reapropiación de la silenciada voz femenina de la protagonista amazigh-catalana. Además, la interlocución oralizada—en que la protagonista reflexiona dirigiéndose a su interlocutora—constituye un espejo narrativo. A saber, al verse reflejada en su narrataria, su interlocutora, la narradora reflexiona sobre su lucha común por la autodefinición como mujer amazigh-catalana perteneciente a la generación de frontera y a la quinta cultura. A fin de cuentas, mediante el desengaño, se da plena cuenta de que la búsqueda de la aceptación mediante el conformismo a las ajenas expectativas heterónomas no era más que un espejismo. Al esfumarse se revela, “Lo único que queríamos era ser amadas. Tal como éramos, sin más” (El Hachmi, El lunes 194) y que la narradora solo se “había sentido bien tratada, bien mirada, querida tal como era” por su narrataria (188). Por medio de la mirada de aceptación y la oralidad reflexivas de esta narración especular, la narradora logra autodefinirse.

En El lunes nos querrán la exploración de la construcción de género según diversas ópticas se entrelaza con la negociación de los lindes y solapamientos de las múltiples identidades. El Hachmi retoma el hilo de icónicas obras femeninas ambientadas en la capital catalana. Como revela el título de su ensayo homónimo, El Hachmi parte de la premisa de que “Jo també sóc catalana” / “Yo también soy catalana.” La intertextualidad fusionada con el acto diegético de escribir no solo perpetúa el legado feminista de Mercè Rodoreda, Carmen Laforet y Esther Tusquets, sino que también lo reformula y transnacionaliza mediante la inclusión de la voz amazigh-catalana. Con resonancias del abuso doméstico de Nada de Carmen Laforet, la protagonista de El lunes nos querrán se independiza del entorno malsano con el deseo de vivir “la vida en su plenitud” (Laforet 294). De manera paralela a la protagonista Natalia de La plaça del Diamant de Mercè Rodoreda, que exorciza el sojuzgamiento matrimonial y nomenclatura asignados al tachar el nombre impuesto de “Colometa” y soltar el grito primordial en la plaza titular, la protagonista de El lunes nos querrán solo revela su nombre Naíma en un momento de exploración sexual y homoerotismo en que exorciza las expectativas heteronormativas prescritas por el heterosexualismo patriarcal tanto occidental como oriental. En el caso de ambas protagonistas, el resultado es la autodefinición. Además, el homoeroticismo en la obra de El Hachmi ostenta innegables semejanzas con la novelística de Esther Tusquets, especialmente El mismo mar de todos los veranos, cuyas experimentaciones lésbicas aspiran a la aceptación de la autenticidad.

La literatura de El Hachmi evidencia precisamente la quinta cultura—híbrida e intersticial—identificada por Cristián H. Ricci y mediatizada por el feminismo transnacional según ha observado Kathryn Everly. En la novelística de El Hachmi salen a relucir ciertos arquetipos, técnicas narrativas y temáticas: el padre-patriarca abusivo y controlante, la madre analfabeta y maltratada que encubre las libertades de la hija para protegerla del patriarca, el novio marroquí que parece moderno pero que acaba cayendo en el patrón del patriarca, el catalán o español pseudo-progresista que acaba revelando su machismo y misoginia, además de la expresión escrita y oral vinculada a la liberación o la transformación, la cuentística oral destinada a un/a interlocutor/a, la intertextualidad con autoras catalanas canónicas y el cuerpo femenino como objeto de opresión y, a su vez, vehículo de liberación. La protagonista, entonces, emprende una búsqueda: la búsqueda de sí misma que la llevará a un momento decisivo: la decisión de verse reflejada en las miradas ajenas o de verse auténticamente por sí misma en los espacios físicos y psíquicos que habita. Lidiará contra las expectativas machistas y patriarcales tanto orientales como occidentales y contra los estereotipos culturales, las vejaciones al cuerpo femenino y el silenciamiento. Solo mediante la narración subjetiva a su narrataria interlocutora podrá reflexionar y verse reflejada en su compleja y multifacética autenticidad: una mujer moderna de la quinta cultura con sus múltiples pertenencias, una magrabí-española-amazigh-catalana del siglo XXI que habla por sí misma como sujeto-agente de su propia historia.

La opresión del espacio urbano y cartográfico

Mientras la narradora de El lunes nos querrán hila un cuento en el presente sobre el pasado, ella recuerda los distintos espacios que informaban los matices de su identidad y de la identidad de sus amigas, y como sinécdoque, de las experiencias de mujeres catalanas de herencia marroquí. El espacio informa la experiencia de la narradora en la búsqueda de mejor entendimiento de su identidad. El entorno de la narración toma lugar en Cataluña, específicamente en las afueras de la ciudad cuando la narradora es adolescente y después en el centro de la ciudad cuando ya es adulta. La novela comienza en un verano a finales de los años 1990 cuando la narradora vive con sus padres y sus hermanos en las afueras de Barcelona. La narradora recuerda el entorno caluroso de ese verano, un ambiente que encarna la constante vigilancia del barrio. El agotamiento de la vigilancia también se nota en la descripción de la narradora del barrio donde creció: “Cuando se hacía de noche en nuestro barrio vertical, las ventanas iluminadas de centenares de pisos minúsculos parecían ojos que nos observaran [sic]. Todos nuestros movimientos, nuestras conversaciones, gestos y acciones, todo era público y visible para los vecinos amontonados los unos encima de los otros. . . .” (15). El espacio íntimo de los pisos con la descripción de “vecinos amontonados los unos encima de los otros” crea una sensación asfixiante y hace hincapié en el hecho de que la protagonista no puede actuar según su propia agencia; es prisionera de la reprobación constante del espacio físico y moral. La vigilancia, como un vidrio de visión unilateral, se mantiene desde varios lados: las madres y tías marroquíes del barrio vigilan a las adolescentes de herencia marroquí, o sea de la generación de frontera. Esta mirada panóptica controla a los objetos de la mirada con el fin de arrebatarles su subjetividad y agencia. Michelle Murray pone énfasis en el significado de los ojos y la vigilancia en Jo també sóc catalana cuando escribe que el texto “capture[s] a rich dynamic of rupture that involves seeing and being seen, reading and writing, and self-fashioning and interpretation” (24). En El lunes nos querrán la narradora es visible en el barrio donde se cría, pero se siente invisible cuando va al centro de la capital. El mundo narrativo se divide entre los “catalans de tota la vida” [catalanes de toda la vida] y los “nouvinguts” [recién llegados] (El Hachmi, “Pròleg” 8). La protagonista revela las sutilezas entre ser visible e invisible en el desarrollo de su propia identidad.

El lunes nos querrán empieza con una mención del espacio en la dedicatoria al principio: “A las valientes que se salieron del camino recto para ser libres. Aunque doliera” (El Hachmi, El lunes 7). Se escapa del espacio rígido del camino recto con el resultado de libertad, o sea, de poder ocupar un espacio amplio y lleno de posibilidades. La metáfora de huir del espacio definido del camino recto aquí presagia que el desarrollo de la narradora se desviará del camino establecido, un camino que a fin de cuentas se revelará como un espejismo; ella creará su propio camino.

La primera demarcación de espacio en la novela se ve en las primeras líneas cuando la narradora describe la lucha de “ser libres”, como se afirma en el símbolo del deseo de construir su propio camino en la dedicatoria. Explica la narradora que “No pararemos. Correremos por caminos de polvo y fango, saltaremos hasta tocar el techo de nuestras habitaciones” (El Hachmi, El lunes 8). La habitación de “nosotras” se refiere a un colectivo de “nosotras” que a lo largo de la novela connota la experiencia compartida de las mujeres catalanas de padres marroquíes y las experiencias específicas de la narradora y sus amigas catalanas de familias de Marruecos. Esta alusión a la habitación femenina-colectiva intenta mantener un límite expresado literalmente con el techo, pero metafóricamente como los límites sociales y las expectativas hegemónicas. El techo es un símbolo de la doble presión social que sufren las mujeres “nouvingudes” a Cataluña y las de la generación de frontera: las expectativas de los padres tradicionales marroquíes y los prejuicios de los “catalans de tota la vida”. La imagen del grupo de mujeres jóvenes saltando y tocando el techo en estas líneas representa un símbolo geopolítico de ruptura de las normas anticuadas, una metáfora del espacio que se continúa tejiendo a lo largo de la novela. La construcción de movimiento—“no pararemos”, “correremos” y “saltaremos”—yuxtapuesta con el uso del tiempo futuro, que en sí es un eco del mismo título de la novela, representa la lucha de querer escapar de las normas hegemónicas y establecer un espacio y una identidad propios. El barrio “vertical de pisos de techo bajo” (El Hachmi, El lunes 17) construye la ilusión de elevación y ascensión simbólica, pero la realidad cotidiana vivida tiene lugar en un espacio de opresión, de límite de ascenso.

Se refiere al techo del piso, un símbolo de espacio que intenta limitar las posibilidades para la narradora, en varias ocasiones cuando ella describe el piso donde vivía de niña en las afueras de Barcelona. Su piso, como otras construcciones de espacio en la novela, es una sinécdoque de la experiencia de las familias de herencia marroquí en Cataluña—“els catalans nouvinguts” [los catalanes recién llegados]— que, a la vez, también pudiera ser una experiencia universal. La narradora exclama, “podría ser la periferia de la periferia de cualquier otra ciudad” (El Hachmi, El lunes 15). La construcción de los bloques de viviendas en las afueras de Barcelona, demanda del proyecto de urbanismo franquista de los 1960 y 1970, hoy en día representa algunos de los vecindarios más pobres en la zona de la capital y las afueras según el índice de la renta familiar: Marina del Prat Vermell, Trinitat Nova y Ciutat Meridiana (López). En un artículo periodístico del año 2017 el presidente de los vecinos de la Ciutat Meridiana exclama que en su barrio “vienen a hacer deporte las cucarachas” y continúa diciendo que después de quejarse de la situación desolada, “al final han puesto cuatro arbolitos” (López). El vecindario de la Ciutat Meridiana carecía de los servicios básicos: “Como era habitual en el urbanismo franquista, el barrio se construyó sin los equipamientos más básicos y sin ningún tipo de servicios urbanos,” se escribe en una página web sobre la historia del vecindario (Historia de Ciutat Meridiana). Nunca se identifica con nombre el vecindario de la narradora en El lunes nos querrán, lo cual hace hincapié en la universalidad de su experiencia. Sin embargo, las descripciones en la novela parecen hacer referencia a uno de los barrios periféricos del urbanismo franquista. En la Ciutat Meridiana, por ejemplo, “se han instalado escaleras mecánicas de todo tipo para salvar los grandes desniveles del barrio” (Historia de Ciutat Meridiana), una imagen que entreteje con las descripciones del vecindario “vertical” que se describe en la novela. Además de las viviendas amontonadas como reflejo de estatus socioeconómico la narradora afirma: “Todo formaba parte del mismo sacrificio: comer barato . . . [y] vivir en pisos de techos bajos” (16). El piso familiar de techo bajo de la narradora crea una sensación asfixiante y angustiosa. Yuxtapuesto al movimiento caótico de las primeras líneas de la novela de saltar y tocar el techo, el techo bajo llega a ser un límite social simbólico construido por las normas hegemónicas de las dos culturas, la de Marruecos y la de Cataluña, por las presiones externas en general y las presiones interiores a las mujeres.

El movimiento caótico dentro de los espacios también se ve en el uso del símbolo de cuerdas sujetadas que se tiran en direcciones diferentes para representar la experiencia de la narradora. “Pero las cuerdas que nos querían sujetar eran muchas y variadas, y algunas tiraban en direcciones opuestas: nuestras familias, los vecinos, los jefes en los trabajos, las revistas de moda, las tiendas de ropa en la que nunca cabíamos” (El Hachmi, El lunes 9). Las presiones sociales a las que están sujetos los que viven “a cavall entre dos mons” / “a caballo entre dos mundos” (El Hachmi, Jo també 14) también se presentan en la novela a través del espacio literal y metafórico, híbrido y mezclado, de la frontera entre Marruecos y España. Ese espacio geopolítico se define según el país natal de los padres de la narradora y de algunas de sus amigas (Marruecos) y el país en donde viven ahora (España). Los padres de la narradora nacieron y llegaron a ser adultos en el Rif, que en la novela se describe cinco veces como el “otro lado del Estrecho” (10, 16, 20, 23, 40). El espacio geográfico del Estrecho de Gibraltar—de una extensión de solo unos 14 kilómetros de aguas peligrosas—representa una demarcación entre Europa y África según la mítica imaginaria histórica nacional de España. Se emplea el cuerpo de agua para construir una serie de supuestas “diferencias” que concretiza la noción equivocada de la otredad. Lo que nos comunica la novela de El Hachmi es que la identidad no es una creación simplemente binaria. No existe un “allí” y un “aquí”. La narradora de El lunes nos querrán rompe los contrastes binarios al explorar las varias y complejas nociones rizomáticas de la identidad. Según Jessica A. Folkhart, la narrativa de El Hachmi “undermines the binary structure of identity/difference in Spain/Africa, and problematizes the duality of the border” (353). Cristián H. Ricci elabora, “‘Catalanness’ does not define itself through the antithesis of ‘Moroccanness’ or ‘Amazighness’” (Ricci, “African Voices” 213). O sea, las identidades no son antagónicas, sino que se interseccionan en la quinta cultura, la generación de frontera que estriba dos mundos y que, nos atrevemos a agregar, toma las riendas de su propio destino.

La identidad que la narradora teje a lo largo de la novela no se conforma con las divisiones binarias—ser catalana vs. ser marroquí, ser de “allí” o de “aquí”—ni cumple con las presiones de belleza física de las dos culturas. El Hachmi rompe estos binarios en favor de explorar las complejidades intersticiales de la identidad. En este sentido el concepto de “frontera” se puede contemplar no solo desde el punto de vista geográfico, sino también desde la perspectiva conceptual sociopolítica e identitaria. Como bien afirma Miquel Pomar-Amer con respecto a El Hachmi: “[she] define[s] home transnationally: she claims her Catalanness as a right acquired after so many years living there . . . without having to renounce her Moroccanness, acquired by birth” (298). De manera semejante, Naíma no solo reconoce su pertenencia a la quinta cultura elaborada por Ricci, sino que en un momento clave revela su aversión a la reduccionista imposición orientalista cuando Javier, su profesor de literatura y futuro amante, le presta Las mil y una noches. Justo antes del vaivén de desdoblamiento, ella se ve a sí misma en los espacios intermediarios e intersticiales, poniendo énfasis en sus deseos de escapar de ese espacio intermedio y liminal (in-betweeness). Los espacios que la encierran como extensiones de miradas que la limitan provocan en la protagonista el deseo de huir o de iniciar el contacto sexual como escape de las expectativas. Ante la imposición de Javier, ella siente una especie de “mareo parecido al que tenía justo antes de vomitar” y sale corriendo (127).

Este personaje secundario—Javier—representa el último espejismo que le permitirá a Naíma verse a sí misma. Creyendo haberse librado del patriarcalismo escopófilo que controlaba su imagen exterior tanto como su auto-imagen, la narradora cae en la cuenta de que ella sigue siendo el objeto de la mirada masculina, aunque esta vez sea de la escopofilia exotizante. Como sale a relucir en esta novela de maduración, el único anhelo de Naíma es verse y ser vista—y aceptada—por quien es, repleta de sus complejidades, intersecciones e intersticios matizados.

El empoderamiento del espacio corporal y literario: Verse y escribirse

La trayectoria de la protagonista con relación al cuerpo y a su producción/expresión escrita además de oral hace hincapié en el desarrollo de la autodefinición. El momento de verse inicialmente—o, mejor dicho, de fijar la vista en su reflejo en un espejo—pone en marcha la conciencia de sí misma y el largo y desafiante proceso de autodefinición. Mediante su relación con su innombrada mejor amiga, interlocutora y narrataria explícita, la protagonista y su compañera de barrio embarcan en un recorrido cartográfico de la periferia barcelonesa hasta llegar al centro de la capital catalana. Su trayecto geográfico paraleliza la progresiva concientización de su propia marginación multifacética —anteriormente impuesta, interiorizada y perpetuada. De ahí, emprende el camino, ya no impuesto, hacia la autodeterminación y la aceptación. La protagonista llega a ponerse en el centro de su propia vida. Deja de ser el Otro, abandona la periferia tanto domiciliaria como psíquica para protagonizar su propia vida y narrativa. Evoluciona de no sentirse plenamente perteneciente, de no ser bastante magrebí, ni suficientemente catalana, ni adecuadamente mujer a aceptarse cabalmente con la contundente complejidad multifacética que ella encarna. Su bilingüismo perfecto, instrumento de expresión escrita y liberación, ejemplifica el fenómeno de interseccionalidad que es la quinta cultura denominada por Ricci. Al escribir, la protagonista toma conciencia de que había permitido que las miradas ajenas determinaran su autoimagen. Al narrarse a su empática narrataria—que también es catalana-amazigh a caballo entre dos mundos como ella—, al verse reflejada mediante la narración reflexiva, logra afirmarse, reconocer su autenticidad y definirse según su propia agencia.

A lo largo del prefacio a la primera parte, entendemos espejismos por la claudicación a las expectativas impuestas, de verse según una óptica heterónoma en vez de autónoma, de exigirse el siguiente imperativo: “encajaremos en todos los moldes que nos ponen” (El Hachmi, El lunes 9). Los moldes incluyen la obediencia al patriarca (sea Dios, padre o marido), la sumisión, el pudor, la virginidad y el atractivo físico, pero modesto. El primer espejismo que revela la narradora en retrospectiva a su narrataria ausente resulta ser el icónico y, quizá estereotipado, hiyab:

Muchas de las jóvenes tapadas que ahora verías en nuestro barrio dicen que renuncian . . . al agua del mar y las piscinas, al amor y al sexo libres por convencimiento y voluntad propia. Discuto a veces con ellas cuando visito a mi madre—ella sigue viviendo allí—, pero lo hago como si mi yo de ahora hablara con mi yo de entonces, de unos diecisiete años. Nosotras también lo hicimos, . . . también creíamos hacerlo voluntariamente. (15)

Ya desde la madurez, se vislumbra la ventriloquia femenina de la voz patriarcal. La narración que sigue resulta ser el progreso de ventriloquia al descubrimiento de su propia voz y la disolución del espejismo.

La narrataria interlocutora constituye un espejo interpersonal para la narradora. Mediante la oralidad tanto reflectante y especular como reflexiva, la narradora se dirige a su amiga usando la forma de segunda persona singular, a un “tú” que había sido “todo lo que yo había querido ser” (El Hachmi, El lunes 11). La narradora, quien no revela su nombre a lo largo de la novela, se alberga a sí misma en la reflexión de su amiga y, a la vez, la narración es un ejercicio de recuerdo, de contemplación y de deliberación que impacta al sujeto-complemento de la labor contemplativa. La narradora admite que el acto de escribir la novela, que es una carta larga a su amiga en la forma de segunda persona singular, la ayuda en su auto-búsqueda: “Te escribo para recuperarte también para recuperar a la persona que fui” (13).[2] La primera descripción de la interlocutora retrata su belleza, además de su confianza y personalidad extrovertida, que contrasta con la de la protagonista, una chica novelera. Con la “mirada intensa” y “de cintura para arriba . . . delgada” (21), la protagonista describe al objeto de su admiración: “Eras, sin duda, la encarnación del ideal de belleza de nuestras madres: con la piel blanca y de carnes abundantes” (21). A pesar de sus diferencias superficiales, se ve reflejada en ella: “al fijar mis ojos en los tuyos no tardé en darme cuenta de que en lo más hondo . . . había una sombra que no podía interpretar” (15). Además, la narradora escribe: “Mi cuerpo encogido y la sombra en tu mirada eran fruto de una misma herida, pero por aquel entonces ni tú ni yo lo sabíamos” (15, énfasis nuestro). Las amigas comparten la fijación en la fisonomía sobre la cual ejercen control con la dieta, bulimia, ejercicio, maquillaje y ropa.[3] El cuerpo de ella se describía según las presiones sociales; no era su cuerpo. El cuerpo era un “enemigo que abatir” (26) con atracones y purgas bulímicas, inyecciones para fundir la grasa (“Mil agujas cosiéndonos”), “tortura” y otros “castigos” (162).

El control (patriarcal) heterónomo del cuerpo comienza con la pubertad cuando “empezaron a decirnos que para ser mujeres decentes teníamos que ser más pudorosas” (30). El control heterónomo comparado con el control autónomo del cuerpo femenino, si bien se mira, sigue siendo parte del mismo paradigma (control del cuerpo femenino en vez de aceptación del cuerpo femenino y todo lo que conlleva). Parte de una premisa de señorío, como si el cuerpo femenino perteneciera o al padre que quisiera controlar la sexualidad o al espectador hombre cisgénero heterosexual cuya mirada escopófila objetiva a la mujer reduciéndola a un vehículo de placer sexual. La pubertad también inaugura el menosprecio del cuerpo: “porque nos habían salido esos bultos por todas partes y cada mes . . . un flujo de sangre . . . , esa sangre de mierda que nos salía del cuerpo había alterado nuestras libertades” (32). La exigencia de pudor que coincide con la pubertad es la primera invasión falocéntrica al cuerpo femenino.

De modo semejante, el primer beso que la protagonista Naíma tuvo con su futuro marido Yamal se describe como una violación y resultó en la auto-culpabilización (74). Sale a luz que Yamal estaba casado, y que había abandonado a su mujer impúdica por no haber sangrado en la noche de bodas (81). El futuro marido de la protagonista encarna las contradicciones patrilineales y patriarcales del falocentrismo. Yamal, como títere de la obediencia filial, fue desposado con la chica que su padre había violado y cuyo virgo arrebató. Por consiguiente, Yamal activamente participó en el desplazamiento de culpabilidad de la deshonra a la víctima. Las relaciones sexuales con Naíma también remontan al dominio masculino y la sumisión femenina: “[Yo] solo podía disfrutar del sexo de ese modo [con la cabeza aplastada contra la almohada], sometiéndome completamente” (96). El espacio que ocupa la protagonista otra vez se describe como asfixiante; no aguanta las relaciones sexuales con su marido.

Cuando la narradora se va a casar, el padre insiste en llevarla al médico para confirmar que es virgen. La protagonista realiza una huelga de hambre que arriesga su salud tanto que ingresa al hospital donde “Yo le conté” al psiquiatra “dimito de la vida” (107). La articulación en primera persona del discurso indirecto marca una rotura con la prevalencia de “dijo” y “[él] decía” en la primera mitad de la novela e inaugura una nueva época: “empecé a hablar y hablar sin parar” (107). Este punto giratorio no solo destapa la boca amordazada de la protagonista, sino que también transforma la recepción de la voz paterna: “habla . . . que por un lado me entra y otro me sale” (108). Asume control de su propio cuerpo y su propia palabra al usar la forma de primera persona singular, lo cual retoma o reapropia del señorío paterno. Así concluye la primera parte de la novela que tiene lugar cuando vive en la casa paterna, o sea, cuando está bajo del techo y dominio patriarcales. La segunda parte principia, en teoría, su libertad del dominio paterno, pero solo cambia de patriarca: del padre al marido. Esta vez, es el marido que se transforma en un musulmán renacido y ortodoxo que esgrime la doctrina como un arma para sojuzgar a su mujer y afirmar su estatus en la jerarquía falocéntrica.

La transformación de la narradora continúa cuando se pregunta cómo la veía la gente. Aquí vemos que ella se ve (casi por primera vez) y busca en las caras ajenas la confirmación de cómo ella se percibe. Antes se veía según las expectativas ajenas. Ahora esa percepción, óptica, perspectiva sale de ella y busca confirmarla con, no conformarla a, los factores externos/heterónomos: “¿No detectaban en mi rostro la alegría de quien ha escapado a la vigilancia permanente, a la amenaza constante del castigo?” (113). Al cortarse el pelo, “El espejo me devolvió la imagen de otra persona” (114).

Pronto cae en la cuenta del falocentrismo de su marido que impone su oprobio o aprobación ante el aspecto de su esposa maquillada, con el pelo corto, y con pantalones apretados. Pontifica Yamal, “Pero soy yo el que se tendría que quejar, no tu padre. Lo importante es que a mí no me importa” (118). La euforia de la liberación y sentido de renacimiento se transmutan en enclaustramiento y la sensación de que las paredes le abrazaban la piel (118). Por consecuencia, “Me convertí en una de esas chicas que se tapan y se destapan al cruzar la vía del tren o el rio, que se desdoblan adaptándose a lo que cada entorno les exige. . . . Esas chicas que no pueden ser nunca sinceras con nadie, que de tanto ser como los demás quieren que sean acaban por no saber quiénes son” (122).

Aunque había creído que su sexualidad la liberaba, tanto el padre como el marido la invaden en el acto sexual durante el cual, por una parte, “Me acechaba la voz de mi padre” (125), y por otra, “cuando [Yamal] estaba dentro de mí, me embestía con más fuerza que nunca . . . y decía: me muero por hacerte un hijo” (129). Asimismo, se vislumbra la invasión, ocupación y territorialismo masculino sobre el cuerpo femenino con la interlocutora. Al justificar su masoquismo y proclividad por el BDSM[4] con parejas no magrebíes, la narrataria alude a y subvierte la leyenda de Florinda la Cava, la legendaria víctima de violación a quien se le desplazó la culpa de la Conquista en 711. Según Folkart, “In contrast to Florinda, the largely silent body blamed for the loss of Spain in traditional tales of national identity, in El Hachmi’s chronicle [L’últim patriarca] the girl from North Africa gains a voice, at last to weave the text of her own identity” (359). El BDSM se asemeja a la ventriloquia de las jóvenes tapadas que creen que lo hacen por voluntad propia. Al “voluntariamente” ser objeto castigado y usado por hombres, crea una narrativa de control y voluntad, pero a fin de cuentas la violación de la interlocutora tras un desliz grupal ejemplifica exactamente lo opuesto. Los varones compañeros de cama con quienes quiso participar no aceptaron su negativa, sino que invitaron a otros a denigrar a la interlocutora. Su sumisión voluntaria inicial no bastaba. Buscaron el control absoluto y el dominio absoluto y colectivo sobre su cuerpo. Este episodio encapsula perfectamente la esencia del patriarcalismo y su contundente misoginia. A saber, la voluntad propia femenina no tiene cabida en un paradigma falocéntrico, sino que el falocentrismo exige la claudicación incontrovertible ante el falo. Entonces, a pesar de creer la interlocutora que había roto con las ligaduras del control patriarcal sobre su sexualidad, su proclividad por el BDSM no era más que una reconfiguración del mismo paradigma opresivo. No se había liberado del falocentrismo, sino que se había ligado a él más vigorosamente.

Vemos la trayectoria de cómo la narradora igualmente aspira a reapoderarse de su cuerpo, su imagen, y sus propias ideas. A diferencia de la interlocutora, ella misma llega a verse para por fin abandonar el falocentrismo impuesto e interiorizado. El espacio corporal y físico de su cuerpo llega a ser el método, la herramienta que usa para autodefinirse. Pero todo está vinculado a las apariencias y cómo llega a visibilizarse para sí misma. Todo empieza con su interlocutora y mejor amiga. Primero se identifica con ella, o sea ve en ella algo que quisiera ver en sí misma. Se oye en ella. Más tarde, con los puntos giratorios especulares empieza a desarrollar un concepto de sí misma.

Ya casada y madre primeriza, cuando la protagonista se mira en el espejo después del parto reacciona ante lo que ve. Exclama que ella se ha convertido en su madre, una transformación que tiene repercusiones en la identidad que ella quiere cultivar para sí misma:

La que me miraba desde el otro lado del espejo era mi madre, no yo. Ni mis sueños, ni mis anhelos, ni mi independencia, ni mi libertad. Ni leer, ni estudiar, ni escribir. Entonces abrí la boca y dije: Basta . . . cada vez con más fuerza hasta que lo grité. ¡Basta!, ¡Basta!, ¡Basta! Al día siguiente me llegó el nuevo permiso laboral y al cabo de poco tiempo ya trabajábamos [tú y yo] juntas. (El Hachmi, El lunes 137)

Con eco a Colometa/Natalia la conocidísima y muy estudiada protagonista y narradora de La plaça del Diamant, la narradora de El lunes nos querrán pasa por una transición difícil y complicada después del parto. Ser madre cambia quién es y quién puede ser, según las normas tradicionales. La narradora intenta luchar contra las presiones para poder definir una nueva manera de estar en el mundo siendo todo lo que quiere ser. No quiere ser cómo su propia madre.

Varios críticos han observado la intertextualidad de El Hachmi con autoras catalanas canónicas cuyos textos feministas subvierten el falocentrismo. Para Everly, “The narrative conversation within L’últim patriarca depends on La plaça del Diamant to weave the landscape of female experience” (142). Según Brad Epps, la lectura que realiza la protagonista de L’ùltim patriarca de Solitud (Víctor Català) y La plaça del Diamant ensalza la toxicidad matrimonial, mientras que Mirall trencat (Rodoreda) la inspira a librarse y liberarse del padre (514). A este tenor, en una entrevista con Israel Punzando Sierra, El Hachmi reconoce la transmisión oral y materna de la ficción; es la heredera de la tradición oral de la cuentística femenina amazigh (Faszer-McMahon 5; Punzando Sierra s.p.). La interlocución femenina oralizada se manifiesta en Mare de llet i mel con la narrataria femenina colectiva, “germanas” (hermanas), y en Los lunes con su mejor amiga innombrada. Según Faszer-McMahon, la manera en la cual El Hachmi emplea las tradiciones poéticas orales marroquíes comunica perspectivas feministas transnacionales (1). Mediante el acto oralizado de contar a una interlocutora, tomando tanto de la tradición oral femenina amazigh como de la literatura femenina catalana, la protagonista teje—con estos hilos-intertextos—su autopoesis (Murray 19), o sea la construcción de sí misma, de su propia historia quinto-cultural, como diría Ricci.

Al preguntar la interlocutora “¿por qué no escribes?”, la narradora se denigra y anula su talento literario, enumerando una letanía de etiquetas impuestas y reduccionistas que había interiorizado: “Yo no soy escritora. Soy madre, mora, pobre, inmigrante, una mujer de limpieza” (El Hachmi, El lunes 143). Resulta ser la mirada cándida de la interlocutora que ve a la protagonista por quién y cómo es que posibilita que la narradora se vea a sí misma. Por consiguiente, textos enteros empiezan a formar en su mente. La mirada de la interlocutora que refleja y afirma la autenticidad de Naíma está diametralmente opuesta a las ventanas iluminadas que parecían ojos omnivigilantes o al mal de ojo (que teme la interlocutora), el cual se puede interpretar en el plano simbólico. El mal de ojo es una conjura basada en la envidia, que se realiza mediante la mirada. Si bien se mira, la percepción denigrante del objeto del hechizo revela la inseguridad del que/de la que mira y el deseo de usurpar la cualidad cotizada. Con respecto a la interlocutora, el colectivo envidioso deja de ser su clientela y en efecto sabotea su éxito profesional con el negocio de belleza para novias. La interlocutora y su marido Said ya no eran felices, en parte por las malas lenguas. Si extendemos el valor simbólico del mal de ojo a las figuras patriarcales o falocéntricas (que incluyen a las mujeres), la imposición de una percepción perjudica. Por extensión, se castiga la salida de los lindes establecidos. El mal de ojo entonces es la vejación ante el rechazo de las expectativas. Las dos amigas, entonces, proponen una estrategia. Salir del entorno mal-ocular y malsano para mudarse a la capital mimetiza el cambio de paradigma en cuanto a la auto-imagen: mediante su propia agencia y subjetividad se posicionan en el centro, no la periferia.

Ya madre, separada del marido y viviendo con su mejor amiga, la narradora empieza a aceptar el cuerpo femenino, a verlo por lo que es, sin asignar un valor negativo: “¿qué tiene de malo tener toda esa carne turgente que dan ganas de estrujar?, ¿por qué molesta tanto a mi padre?, ¿por qué las revistas de moda dicen que tenemos que reducirlo a la más mínima expresión? De repente, esa grasa firme me resultó agradable a la vista” (El Hachmi, El lunes 146, énfasis nuestro). Acto seguido a la aceptación inicial del cuerpo, la descripción del trabajo de limpieza en la fábrica pone de manifiesto una manguera enorme “con una fuerza tremenda. . . . Era un arma, nuestra arma de destrucción de suciedad” (147). Por extensión, esto ejemplifica la reapropiación de un símbolo de poder paradójicamente fálico y femenino. La forma mimetiza la anatomía masculina, la cual se emplea en una tarea feminizada. Esta reinscripción de poder femenino subvierte el dominio falocéntrico al que habían estado sujetas. El “arma de destrucción de suciedad” llega a ser un arma de destrucción de sociedad, al empezar a erosionar la interiorización de las expectativas falocéntricas.

La producción literaria de la narradora paraliza el uso de la manguera fálica. El Hachmi describe el acto de escribir como “una secreción corporal . . . difícil de controlar. Es algo que sale del organismo fruto de lo que se ha ido acumulando durante un largo tiempo después de haberse digerido” (El Hachmi, “Escribir” 259). Para sobrellevar la traición del marido, de llevarse el dinero que ella había ahorrado trabajando, para superar el agobio y la frustración, la narradora “escribía. Me daban unos arrebatos repentinos, como si fuera otra la que ensuciaba páginas y más páginas. Sentía las palabras como disparos cargados con toda la rabia que no podía expulsar. . . . [E]ra un tiempo en el que dejaba de darme atracones, de vomitar o de realizar las extenuantes sesiones de ejercicio” (El Hachmi, El lunes 155). Cuando “escribía [y] volvía a la página en blanco . . . las palabras parecían dispararse solas. Una autodefensa, un escudo, una venganza” (157). Las imágenes eyaculatorias revelan la palabra escrita como un arma de destrucción.

Al ser reconocida como escritora de la generación de frontera, la protagonista realiza entrevistas a pesar de sentirse incómoda, incomprendida e invisible en cuanto a quién y cómo era con plena autenticidad. Explaya, “Toda la multiculturalidad que entonces estaba de moda se materializaba en nosotras, en nuestros cuerpos y nuestras vidas y nadie nos preguntaba qué era lo que queríamos en realidad” (El Hachmi, El lunes 171–72). De modo paralelo, en Jo també El Hachmi ensancha, “tots tenim un somni . . . : el meu és poder deixar de parlar d’immigració algun dia, no haver de donar més voltes a les etiquetes” / “todos tenemos un sueño … el mío es poder dejar de hablar de inmigración algún día, no tener que dar más vueltas a las etiquetas” (12). Las etiquetas no revelan lo que etiquetan, sino que evidencian las limitaciones, estrechez mental y falta, no solo de entendimiento, sino también de curiosidad del etiquetador. Al publicar su obra, la narradora se reapodera de su propia imagen.

Resulta harto revelador que “La última vez que vi a mi padre fue el día que me sacaron fotos para el periódico” cuando participó en una mesa redonda sobre el racismo. La visibilidad—de dejarse ver—ejemplifica la transgresión de “destaparse”, que enfurece a su padre que arma un escándalo. Por consecuencia, ella sale con su hijo mientras el padre continúa gritando. O sea, se aleja literalmente de la voz paterna con todo lo que conlleva. Además, “Al subir al tren saqué el pañuelo que llevaba en el bolso. Lo arrojé a las vías y nunca mas volví a cubrirme” (El Hachmi, El lunes 161). Ricci discierne que el velo literal—o sea, el hiyab—tiene “una correspondencia directa con el velo metafórico/frontera que le prohíbe a la mujer hablar ante su padre” (75; también ver Mernissi 197; Segarra Montaner 85). Este acto es un manifiesto de reapropiación de la palabra y de la imagen, y por consiguiente del empoderamiento.

El preludio a la transformación auto-visionaria de la protagonista tiene lugar cuando veranea con su profesor y amante, Javier. Mientras nada desnuda y sola, tiene una revelación: “Un día nadé hasta bien adentro y miré al fondo, tan profundo que se volvía oscuro, y me dije: no tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo” (El Hachmi, El lunes 177). A pesar de desengañarse con la pedantería de su amante-profesor (180)—o sea el espejismo de su brillantez intelectual—, Javier desempeña un papel de suma importancia como catalizador de lo que será el espejo de auto-reconocimiento. El renacer de la auto-visibilización de la narradora coincide con la misma noche del ménage à trois entre la protagonista, su mejor amiga y Javier, en que se revela por primera y única vez el nombre de la protagonista. Los tres van a ver una película con otra pareja. Javier, sentado entre la protagonista y la interlocutora, indica que “Tenía muchas ganas de conocer a la amiga de la que Naíma me ha hablado todo este tiempo, dijo, casi te tengo celos” (183). El acto en trío dista de las previas descripciones de relaciones sexuales heteronormativas repletas de elementos conflictivos o desagradables. Naíma revela un deseo y su cumplimiento, “Primero probaste mi pezón y luego lo soltaste para besarme, al fin” (184). Si la búsqueda de la narradora es la autodefinición, cuatro elementos son de suma importancia: el sujeto agencial “tú”, el beso como un acto de afecto mutuo (a diferencia de otros actos sexuales descritos a lo largo de la novela), la protagonista misma como objeto gramatical (no sus labios), y el adverbio “al fin” que sugiere la satisfacción de una necesidad.

Las relaciones respectivas entre la narradora y Javier y la interlocutora cambian: “Se rompía otro espejo, el que decía que había otros hombres distintos de los de nuestras familias” (188). Cabría decir que esta idea falsa e impuesta no es un espejo sino un espejismo. Según Pomar-Amer, El Hachmi evita el reduccionismo del discurso dominante que dicotomiza un “nosotros” contra un “ellos”, sino que se empeña en “stressing resemblance over difference” (290). Las semejanzas que resaltan están basadas en la supremacía falocéntrica tanto en la cultura de lo que El Hachmi ha llamado los “catalans de tota la vida” y la de “els nouvinguts” (El Hachmi, “Pròleg” 8). El Hachmi se vale de los términos “pensament de frontera” y “generació de frontera”. Para Pomar-Amer, la frontera (border) equivale a un “complex play of mirrors in which recognition and misrecognition take place” (291). Según Pomar-Amer, Jo també sóc catalana “articulates a network of similarities and differences that go beyond certain identity categories and contributes to create an open border that acknowledges difference inasmuch as it draws together what it allegedly keeps apart” (291). Aplicando las teorías de Pomar-Amer, podríamos considerar que los espejos en El lunes nos querrán funcionan de modo parejo al “looking glass” en Alicia en el país de las maravillas, un espacio intersticial abierto que divide y a la vez une dos mundos paralelos repletos de sus paralelismos sinonímicos y paradójicamente, a su vez, antitéticos. El acto sexual hace añicos de una serie de falsas dicotomías: marroquí-catalán, de aquí-allá, periferia-centro, sumisa-dominante, homosexual-heterosexual.

Al explorar los tabúes, BDSM, homoerotismo, orgías, o relaciones en grupo, El Hachmi traspasa los lindes y las imposiciones, arrasa el conjunto de expectativas y forja una tabula rasa en que autodefinirse. No ha de sorprender que la narradora que había privado al lector el conocimiento de su nombre—Naíma—solo lo revela en un preludio a la interacción homoerótica con su interlocutora, un momento epifánico y, quizá, epistemológico en que se ve reflejada y reafirmada. O sea, se da plena cuenta de quién es y de su autenticidad—habiendo desconstruido la construcción falocéntrica de su identidad. Javier, en este ménage à trois, está de sobra y, en retrospectiva, resulta ser un pretexto para el trato entre Naíma y su mejor amiga. Al apoderarse de su propia sexualidad Naíma, igual que la protagonista de L’últim patriarca, viola la ley del padre (Folkart 367), destruye el poder del patriarca (Everly 147), y “subvierte y pervierte la supremacía falocéntrica” (Ricci, “L’últim” 72).

El acto homoerótico funciona de espejo en que le permite ver el indeseable falocentrismo de su amante Javier, pero también le permite a la narradora verse auténticamente en su interlocutora. “Nos habíamos degustado, habíamos saciado la sed que teníamos la una de la otra dejando a Javier a lado, . . . y [tú y yo] nos habíamos mirado sin filtros” (El Hachmi, El lunes 188). “Eras la única persona en el mundo por quien me había sentido bien tratada, bien mirada, querida tal como era. ¿Tú también te sentiste amada por mí o estaba yo tan concentrada en mi falta de amor propio que no supe ofrecer la generosidad que comporta el verdadero amor?” (189). Se pone de manifiesto el vínculo entre el amor hacia otro ser humano y el amor propio. Al quererla a su compañera y al sentirse querida, llega a quererse a sí misma.

Pero la reacción de la interlocutora fue distinta. Evadía a la protagonista y le esquivaba la mirada, lo cual conlleva la falta de auto-aceptación. El homoerotismo en El lunes nos querrán tiene resonancias con El mismo mar de todos los veranos de Esther Tusquets, cuya protagonista Elia identifica “la mirada terrible del amor total (huye Teseo, no de las peores tempestades ni de las amenazas airadas de los dioses, huye Teseo del amor de Ariadna, terrible y peligroso como un ejército en marcha)” (171). La interlocutora también rehúye la mirada de Naíma y huye constantemente transitando en bicicleta durante las semanas que siguen al desliz en trío y muere en un accidente. En una encrucijada, un coche la atropella en la bicicleta: “esa encrucijada era muy peligrosa para las bicicletas. . . . Nada, no pudieron hacer nada” (189). El simbolismo de la encrucijada es innegable. Es una extensión de la noche juntas, un punto giratorio, un momento decisivo de elegir un camino. Mientras la narradora se define y se libera, la interlocutora fallece en la huida. La interlocutora como una reflexión del yo de la narradora muere para que la protagonista pueda vivir; es este el momento de acabar con la búsqueda de identidad para la narradora y, por consiguiente, acabar con su historia.

La introspección mediante la especular interlocución impulsa a la narradora a tomar una decisión. Resume la incomprensión heterónoma: “de que nadie entendiera nuestra herida” (El Hachmi, El lunes 192). Describe el acto de enfrentar, de explorar mediante el espejo literal y la interlocución especular y reflexiva: “Un día me vi. Casi nunca me miraba en el espejo, pero por casualidad tropecé con la imagen de una mujer de pómulos huesudos y pelo enmarañado . . . descubrir el rastro de tu tristeza en mi propio reflejo me empujó a tomar una decisión” (192, énfasis nuestro). Al verse, encuentra su propia voz: “Empecé a hablar sin parar, ese día y todos los que vinieron. De ti y de mi madre, de mi padre, de nuestra expulsión, de lo injusto que era todo, de la frustración de no poder cambiar las cosas, de que nadie nos comprendiera” (192); “Nos liberamos de muchas opresiones, pero no supimos deshacernos del masoquismo que a nuestras madres les había servido para sobrevivir” (193). “El psiquiatra me sugirió que te escribiera. . . . Lo único que queríamos era ser amadas. Tal como éramos, sin más. . . . Ni tapadas, ni hambrientas ni perforadas por mil agujas ni embadurnadas de cremas ni embutidas en telas. Solo nuestros cuerpos, que somos nosotras, . . . con nuestros pensamientos y nuestras emociones y nuestras heridas, las cicatrizadas y las abiertas. Nada más” (195). En estos últimos renglones, la narradora revela que la novela ha sido una especie de epístola oralizada dirigida a su amiga después de su accidente de bicicleta mortal. La carta a su interlocutora fallecida, un testimonio personal, pero a la vez universal y compartido, pone énfasis en el anhelo de desvanecer los espejismos impuestos que les imposibilitaban aceptarse a sí mismas. Mediante la especular narración terapéutica, en que reflexiona sobre y se ve reflejada en su narrataria, Naíma logra verse y afirmar su autenticidad.


  1. Además de y El lunes nos querrán, publicado en 2021, la autora publicó La caçadora de cossos [La cazadora de cuerpos] en 2011, La filla estrangera [La hija extranjera] en 2015, Mare de llet i mel [Madre de leche y miel] en 2018 y Siempre han hablado por nosotras en 2019.

  2. Resulta parejo a la relación “psychotherapeutic” de La caçadora de cossos que aparenta aludir a El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite (Crameri 517).

  3. El trabajo de la interlocutora es de vestir, maquillar y peinar a las novias y damas en el día de la boda. “Las dejabas guapas pero naturales, con una mezcla equilibrada entre tradición y modernidad” (92).

  4. La narradora exclama que el sojuzgamiento, “me hace sentir fuerte” (pág) y que, “Me calma, no sabes cómo me calma. Si no es así, ya no puedo disfrutar” (170).